Se hacía tarde, pero pensó que
aún había suficiente luz para hacer nueve hoyos rápidos antes de dejarlo.
Sin embargo, llegó el atardecer
cuando conducía hacia el campo de golf. La bruma proveniente del océano se
abatió como una cortina borrando la luz.
Estaba a punto de dar la vuelta
cuando algo le llamó la atención. Al dirigir la mirada hacia las pistas
lejanas, reparó en la presencia de media docena de golfistas que jugaban en los
campos en sombras.
Los jugadores no formaban grupos
de cuatro, sino que caminaban en solitario, llevando los palos por la hierba,
moviéndose entre los árboles.
«Qué extraño», pensó. En lugar de
marcharse, sin embargo, condujo hasta el aparcamiento situado tras la sede del
club y salió del vehículo.
Algo le empujó a quedarse unos
instantes de pie, contemplando al puñado de hombres que se encontraban en el
campo de prácticas, golpeando las bolas para fundirlas con el atardecer.
Pero eran los solitarios
caminantes quienes despertaban una intensa curiosidad en él. La escena estaba
revestida de cierta melancolía.
Casi sin pensar, recogió la bolsa
y llevó los palos de golf hasta al primer tee, donde había otros tres hombres
que parecían esperarlo.
«Mayores», pensó. No exactamente;
no eran ancianos, pero él tenía treinta años y ellos hacía tiempo ya que lucían
canas.
Al llegar observaron su rostro de
piel bronceada y sus ojos claros. Uno de los hombres mayores le saludó.
–¿Cómo va? –preguntó el joven, a
quien le extrañó la manera en que se había dirigido a ellos.
Observó los campos y a los
solitarios golfistas que se alejaban en las sombras. Señaló la calle con la
cabeza y dijo:
–Parece que siguen adelante.
Dentro de diez minutos no se verán ni los pies.
–Verán perfectamente –dijo uno de
los hombres mayores–. Es más, nosotros vamos a empezar. Nos gusta jugar a
última hora, así tenemos oportunidad de pasar un rato a solas y pensar en
nuestras cosas. Empezamos en grupo y luego cada uno va por su cuenta.
–Pues menudo plan –dijo el joven.
–Así es. Tenemos nuestros
motivos. Acompáñenos si quiere, pero lo más probable es que a los cien metros
se encuentre a solas.
Tras meditarlo, el joven cabeceó
en sentido afirmativo.
–Trato hecho –dijo.
Uno tras otro se acercaron al tee
y golpearon la bola blanca que desapareció en la penumbra.
Se adentraron en silencio en la
luz crepuscular.
El hombre mayor caminaba junto al
joven, a quien miraba a veces de reojo. Los otros dos se limitaban a mirar al
frente sin decir nada. Cuando pararon el joven contuvo el aliento.
–¿Qué pasa? –preguntó el hombre
mayor.
–¡Dios mío, la he encontrado!
–exclamó el joven–. Con la poca luz que hay, ¿cómo es posible que supiera dónde
estaba?
–Esas cosas pasan –respondió el
hombre mayor–. Llámelo destino, suerte o zen.
Llámelo simple y pura necesidad.
Adelante.
El joven miró la bola de golf en
la hierba y dio un paso hacia atrás.
–No, ustedes primero –dijo.
Los dos hombres que también
habían localizado sus bolas de golf blancas en la hierba se turnaron. Uno dio
un fuerte golpe y echó a andar a solas. El otro hizo lo propio y también se
adentró en el anochecer.
El joven los observó mientras
iban cada uno por su lado.
–No lo entiendo –dijo–. Nunca
había jugado así por parejas.
–Es que en realidad no jugamos
por parejas –dijo el hombre mayor–. Podría decirse que se trata de una
variante. Al terminar nos encontraremos en el hoyo diecinueve. Le toca a usted.
El joven golpeó la bola que se alzó hacia el cielo de color púrpura. Creyó oír cómo
golpeaba la hierba a unos cien metros.
–Adelante –dijo el hombre mayor.
–No –dijo el joven–. Le
acompañaré, si no le importa.
El hombre mayor asintió, se situó
y golpeó su bola. Después anduvieron juntos en silencio. Al cabo, el joven, sin
dejar de mirar al frente, intentando acostumbrar la vista a la oscuridad, dijo:
–Nunca había jugado así. ¿Quiénes
son los demás y qué hacen aquí? Ya puestos, ¿quién es usted? Y, por último, me
pregunto qué diablos hago yo aquí. No encajo.
–No del todo –dijo el hombre
mayor–. Pero es posible que lo haga algún día.
–¿Algún día? –preguntó el joven–.
Ahora no encajo, ¿por qué? El hombre mayor siguió caminando, mirando al frente
en lugar de mirar al joven que caminaba a su lado.
–Es demasiado joven –dijo–.
¿Cuántos años tiene?
–Treinta.
–Eso sí es ser joven. Espere a
tener cincuenta o sesenta. Entonces es posible que pueda jugar en los campos
crepusculares.
–¿Así los llaman?
–Sí –respondió el hombre mayor–.
A veces los tipos como nosotros salimos a jugar muy tarde y no volvemos hasta
las siete o las ocho; tenemos la necesidad de golpear la bola, echar a caminar
y golpearla de nuevo, antes de volver cuando estamos cansados de verdad.
–¿Cómo sabe uno que está
preparado para jugar en los campos crepusculares?
–Verá, nosotros somos viudos
–dijo el hombre mayor sin dejar de caminar–. No del montón. Todos hemos oído
hablar de las viudas del golf, las mujeres que se quedan en casa cuando sus
maridos se pasan el domingo jugando a golf en el club, a veces los sábados
también, en ocasiones incluso durante la semana; se obsesionan de tal modo que
no pueden dejarlo. Se convierten en máquinas de golf y sus mujeres se preguntan
a dónde diantre se han ido sus maridos. Pues en este caso somos nosotros quienes
nos denominamos viudos; las mujeres siguen en casa, pero las casas están frías,
nadie enciende el fuego de la chimenea, se preparan comidas, aunque no muy a menudo,
y las camas están medio vacías. Los viudos.
–¿Viudos? –preguntó el joven–.
Sigo sin comprender. Nadie ha muerto, ¿verdad?
–No –dijo el hombre mayor–.
Cuando se habla de las viudas de golf, nos referimos a las mujeres que se
quedan en casa cuando los hombres van a jugar a golf. En este caso, «viudo»
hace referencia a aquellos hombres que han decidido enviudar de sus hogares.
El joven meditó unos instantes la
respuesta.
–Pero ¿hay gente en casa? Las
mujeres se quedan allí, ¿verdad?
–Ah, sí –respondió el hombre
mayor–. En efecto. Allí están. Pero…
–Pero ¿qué? –lo interrumpió el
joven.
–Mírelo de este modo –propuso el
hombre mayor, que caminaba tranquilamente contemplando los campos crepusculares–.
Sea por el motivo que sea, hemos acudido aquí al atardecer. Puede que se deba a
que en casa hay poco de lo que hablar, o demasiado. Mucha charla íntima de
pareja, o muy poca. Muchos niños, no los suficientes, o ninguno. Toda clase de
excusas. Más dinero de la cuenta, o dificultades económicas. Sea cual sea el
motivo, de pronto estos hombres solitarios que ve aquí han descubierto que
están a gusto en este lugar, en mitad de la calle, jugando a solas, golpeando
la bola y siguiéndola a la luz menguante.
–Comprendo –dijo el joven.
–No estoy muy seguro de que lo
haga.
–No –insistió el joven–. De veras
lo entiendo. Pero no creo que vuelva a estas horas.
El hombre mayor le miró,
asintiendo.
–No, no creo que lo haga. Al
menos durante un tiempo. Puede que dentro de veinte o treinta años. Tiene un
bronceado estupendo y camina demasiado rápido, por no mencionar que da la
impresión de vivir demasiado deprisa. A partir de ahora venga a mediodía y
juegue de verdad con otros tres compañeros. No tendría que estar aquí,
caminando en los campos crepusculares.
–Nunca volveré de noche –dijo el
joven–. Todo eso nunca me pasará.
–Espero que no –dijo el joven.
–Me aseguraré de ello. Creo que
he caminado tan lejos como necesitaba hacerlo. El último golpe ha alejado
demasiado la bola y con lo oscuro que está no creo que pueda encontrarla.
–Bien dicho –dijo el hombre
mayor.
Caminaron de vuelta mientras la
noche cerraba de verdad sobre ellos y eran incapaces de oír sus propios pasos
en la hierba. A su espalda, los caminantes solitarios seguían adelante en
diversas direcciones en torno a los hoyos del campo.
Cuando alcanzaron la sede del
club, el joven se volvió hacia el hombre mayor, quien de pronto se le antojó un
anciano, y el anciano miró al joven, quien de pronto parecía muy, muy joven.
–Pero si vuelve –dijo el
anciano–, al atardecer, quiero decir, si alguna vez siente la necesidad de
iniciar la ronda con otros tres y terminar a solas, hay algo de lo que debo
advertirle.
–¿De qué se trata? –preguntó el
joven.
–Hay una palabra que nunca debe
pronunciar cuando converse con toda la gente que vagabundea al anochecer por
estas calles verdes.
–¿Qué palabra es? –preguntó el
joven.
–Matrimonio –susurró el anciano.
Estrechó la mano del joven, cargó
con los palos de golf y se alejó caminando. En la distancia, en los campos
crepusculares, había anochecido tanto que no se distinguía a los hombres que
seguían jugando. El joven, con su rostro de piel bronceada y los ojos claros,
se dio la vuelta, anduvo hasta el coche y condujo lejos de allí.