A Jon Webb, 4 de septiembre de 1962
Con respecto a la muerte de mi mujer, el 22 de enero último, no hay mucho qué decir, excepto que yo ya no seré el mismo. Quizás intente escribir sobre eso, pero está todavía demasiado cerca. Puede que siempre esté demasiado cerca. Pero aquella vez en el pabellón de caridad, años atrás, una chica mexicana que cambiaba las sábanas, me dijo que se iba a acostar conmigo si yo mejoraba, e inmediatamente empecé a sentirme bien. Tenía una sola visita: la mujer borracha, de cara roja y redonda, una amante del pasado que a veces se bamboleaba contra la cama, y se iba sin decir nada. Seis días después yo estaba manejando un camión, levantando paquetes de 20 kilos y preguntándome si la sangre vendría otra vez. Un par de días más tarde tomé el primer trago, ése que dijeron que me mataría. Una semana después, conseguí una máquina de escribir y, después de una pausa de diez años y haberle vendido mis cosas a la revista “Story” y a otras, mis dedos se pusieron a construir un poema. O mejor dicho, una charla de bar. Esa cosa que no es lírica, que no canta. Los rechazos llegaron bastante pronto, pero no me afectaron, porque yo sentía que en cada línea estaba diciendo algo. No para ellos, sino para mí. Ahora puedo leer muy poca poesía o muy poco de cualquier cosa. Bueno, la dama borracha que se bamboleaba contra mi cama, la enterré el último 22 de enero. Y nunca vi a mi chica mexicana. Vi a otras, pero ella hubiera estado bien. Hoy estoy solo, casi afuera de todas ellas: de los glúteos, los pechos, los vestidos limpios como trapos nuevos de cocina. No me tomes a mal –todavía tengo 1.80 y 90 kilos de posibilidad, pero yo podía mejor con la que ya no está.
Charles Bukowski