Estoy lavando una gatita rubia en el lavabo de algún hotel, pero no es cierto, parece más bien que es Leonora, que lleva un abrigo amplio y que necesita ser lavado. La rocío con un poco de agua de jabón y sigo lavando la gatita, pero muy perpleja y turbada, porque no estoy segura de a quién estoy bañando. Alguien, alguna de las dos, me dice que el señor Gamboa se acaba de ir a Bruselas y que antes de salir me ha enviado un telegrama certificado, ordenándome pintar en color tórtola la fachada de su casa. Me entra una angustia mortal y en ese momento tocan a la puerta. Voy a abrir y veo un personaje embozado en una capa oscura y con un sombrero de paja veraniego. Me dice que viene de parte de la señora Amarilla. ¡Claro!, entiendo inmediatamente que el amarillo como fuerza conciliatoria y determinante me es muy favorable.
Le hago entrar y me parece algo peludo, a la manera no natural de un actor de teatro. La gata-Leonora ha desaparecido. Yo siento un terror súbito: ahora voy a saber algo que mejor ignorase. Este hombre misterioso me lo va a decir. Efectivamente, se sienta y empieza a quitarse el disfraz, el sombrero, el exceso de pelos, barbas, etcétera, y entonces reconozco a Juan. Él se ríe mucho y me dice: “¡Quelle bonne farce! Vine para advertirte de algo Entonces, yo me puse a llorar desconsolada, porque comprendí en seguida lo que significaba algo. También sentí un terror muy grande, y lloré y me desperté. Ahora no sé ya qué quería decir algo (dos de la mañana) y estoy pensando y pensando y no me puedo acordar qué era. En mí todo está seguramente muy mal, si yo imagino que Juan entra, ahora, en este lugar común y corriente, sin gatas rubias ni nada, no sabría cómo decirle que he comprendido, porque en realidad he olvidado, sólo sé que no me parece enteramente él, más bien una…