¿Con quién comparar al novelista? Con el poeta lírico. El contenido de la poesía lírica, dice Hegel, es el propio poeta; otorga la palabra a su mundo interior para despertar así en sus oyentes los sentimientos, los estados de ánimo que están en él. E incluso si el poema trata de temas «objetivos», exteriores a su vida, «el gran poeta lírico se alejará rápidamente de ellos y terminará por hacer su propio retrato» («stellt sich selber dar»).
La música y la poesía tienen una ventaja sobre la pintura: el lirismo (das Lyrische), dice Hegel. Y, en el lirismo, prosigue, la música puede ir aún más lejos que la poesía, ya que es capaz de captar los más secretos movimientos del mundo interior, inaccesibles a la palabra. Hay, pues, un arte, en este caso la música, que es más lírico que la propia poesía lírica. Podemos deducir por tanto que la noción de lirismo no se limita a una rama de la literatura (la poesía lírica), sino que designa cierta manera de ser, y que, desde este punto de vista, el poeta lírico es sólo la más ejemplar encarnación del hombre deslumbrado por su propia alma y por el deseo de que sea escuchada.
Desde hace tiempo, la juventud es para mí la edad lírica, o sea, la edad en la que el individuo, concentrado casi exclusivamente en sí mismo, es incapaz de ver, comprender, enjuiciar lúcidamente el mundo a su alrededor. Si partimos de esta hipótesis (necesariamente esquemática, pero que, como esquema, me parece acertada), el paso de la inmadurez a la madurez es la superación de la actitud lírica.
Si imagino la génesis de un novelista en forma de relato ejemplar, de «mito», esta génesis se me aparece como la historia de una conversión; Saulo se convierte en Pablo; el novelista nace sobre las ruinas de su mundo lírico.
“El poeta y el novelista” se encuentra en el libro de ensayos El telón: ensayo en siete partes, de Milan Kundera.