8
de mayo
¡Qué
día tan hermoso! He pasado todo el mañana tendido sobre el césped que está
frente mi casa, bajo el enorme árbol que la cubre, la abriga y le da sombra por
completo. Adoro este lugar y me agrada vivir en él, porque aquí están mis raíces,
esas raíces profundas y delicadas que nos unen a la tierra donde nacieron y
murieron nuestros abuelos, que nos identifican con lo que se piensa y con lo
que se come, lo mismo con las costumbres y los alimentos, con los modismos locales,
con la forma de hablar de sus habitantes, con los perfumes de la tierra, con
los ambientes de los pueblos y con el aire mismo.
Adoro
la casa donde me críe. Desde sus ventanas veo correr el río Sena, detrás del
camino, a lo largo de mi jardín, junto a la carretera, el grande y ancho Sena, que
va de Ruán hasta Havre, cubierto siempre de barcos.
A
lo lejos y a la izquierda, está Ruán, una ciudad espaciosa con techos azules y con
sus innumerables campanarios góticos dominados por la veleta de hierro de la
catedral, con sus campanas que resuenan en el aire de los días claros, trayendo
a mis oídos un dulce y lejano murmullo, su canto de bronce ya resonante, ya
débil, según que la brisa aumente o disminuya.
¡Qué
mañana tan deliciosa!
A
eso de las once cruzaron frente a mi ventana varios buques arrastrados por un
remolcador del tamaño de una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su
chimenea un humo espeso.
Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas ondeaban en el aire, y también un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y resplandeciente. Lo saludé, porque su presencia me agradó.
11 de mayo
Desde hace algunos días tengo fiebre; estoy enfermo y, sobre todo, estoy triste. ¿De dónde provienen esas influencias misteriosas que trasforman en desaliento nuestra dicha y nuestra confianza en angustia? Diríase que la invisible atmósfera está llena de ignorados poderes que nos hacen sentir su proximidad misteriosa. ¿Por qué? Bajo hasta la orilla del río y después de un paseo corto, vuelvo desolado, como si temiera encontrar en mi casa una desdicha. ¿Por qué? ¿Acaso un escalofrío que estremece mi piel ha desquiciado mis nervios y entristecido mi alma? ¿Tal vez la forma de las nubes o los reflejos del sol o el color tan variable de los objetos que se ofrecen a mis ojos ha turbado mi pensamiento? ¡Quién sabe! Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, todo lo desconocido que nos roza, todo aquello con lo que tropezamos sin tener intención en tocarlo; todo lo que se nos aparece sin que hubiéramos pensado verlo, todo ejerce sobre nosotros, sobre nuestros sentidos, sobre nuestro pensamiento, sobre nuestro corazón, una influencia rápida, sorprendente y totalmente inexplicable.
¡Qué
profundo es el misterio de lo invisible! Nuestra pobre naturaleza no puede indagarlo.
Nuestros ojos no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy
próximo ni lo muy lejano, ni los pobladores de una estrella ni los de una gota
de agua. Nuestros oídos nos mienten porque nos transmiten las vibraciones del
aire, formando ondas sonoras como si fueran hadas que convierten milagrosamente
en sonido ese movimiento, y mediante esa metamorfosis crean la música con la
que aparece convertida en cántico la silenciosa elaboración de la naturaleza. Nuestro
olfato tiene una percepción mucho menor que el de un perro. Nuestro paladar
apenas precisa los años que tiene un vino.
¡Ah!
Si poseyésemos otros órganos que realizaran en ventaja nuestra otros milagros,
¡cuántos fenómenos descubriríamos alrededor!
¡No
hay duda!, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo
fiebre, una fiebre devoradora, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que
afecta por igual tanto mi alma como mi cuerpo. Me abruma de manera insistente la
angustiosa sensación de un peligro imaginario: temo una desdicha que amenaza o la
muerte que se acerca. Presentimientos que deben ser manifestación de algún mal
aún desconocido que invade todo mi organismo.
Acabo
de consultar a un médico, pues mi insomnio se había convertido en una verdadera
tortura. Encontró mi pulso alterado, mis pupilas dilatadas y mis nervios
estremecidos; pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro
de potasio.
25 de mayo
¡No
siento ningún alivio! Mi estado es realmente extraño. A medida que se acerca la
noche una inquietud incomprensible me invade, como si la noche guardara para mí
algo terrible.
Ceno
rápidamente; intento distraerme con un libro, pero no comprendo lo que leo y
apenas distingo las letras. Entonces, azorado, en un ir y venir inquieto,
recorro mil veces mi sala, porque me oprime un terror confuso e irresistible;
temo dormir, temo acostarme. A las diez subo a la habitación. Cierro con llave
y cerrojo; tengo miedo. ¿Por qué? Nunca he temido así... Registro los armarios,
levanto las ropas de la cama... escucho... ¿qué? ¿Resulta extraño que una
insignificante dolencia, tal vez un desequilibrio en la circulación, la
irritación de un nervio, algo de congestión, una perturbación minúscula en las
funciones —tan imperfectas como delicadas— de nuestro organismo, pueda
convertir en melancólico al más alegre de los hombres y en cobarde al más
valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Aguardo
estremecido que llegue, y mi corazón golpea intensamente, mis piernas se
estremecen y mi cuerpo tiembla atrozmente bajo las cobijas, a cuyo suave calor
me sumerjo en el descanso, como si me hundiera para morir en un pozo. Ya no
siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me
acecha, que me observa, que me agarra cerrándome los ojos, abatiéndome.
Duermo
mucho, dos o tres horas, y sueño después. No es una pesadilla lo que me
sobrecoge.
Comprendo que me encuentro en la cama y
dormido, lo sé… y entiendo que también alguien se acerca, me mira, me toca,
sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos
oprime y oprime… con todas sus fuerzas para estrangularme.
Trato
de defenderme, abrumado por la impotencia desastrosa que nos paraliza cuando
soñamos; quiero gritar y no puedo; quiero incorporarme y no puedo; procuro con
esfuerzos terribles, jadeando, cambiar de postura para sustraerme del peso que
me ahoga, y no puedo. ¡No puedo!
De
pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. No
veo a nadie. Estoy completamente solo.
Después
de esa crisis, que se repite todas las noches, por fin duermo tranquilo hasta
el amanecer.
Mi
situación se agrava día con día. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro no me sirve
de nada; las duchas no me hacen efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya
me sentía cansado, fui a caminar por el bosque de Roumare. En un principio me
pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno de aromas a hierbas y hojas, renovaría
la sangre de mis venas, dando energías a mi corazón. Caminé entre dos filas de
árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso, casi
negro, entre el cielo y yo.
De
repente sentí un estremecimiento, no de frío sino un estremecimiento de
angustia Así que apresuré mi paso, inquieto de hallarme solo en aquel bosque,
acobardado sin motivo, estúpidamente, por la soledad profunda y el silencio
inmenso. De pronto me pareció que me seguían pisando los talones, que alguien
marchaba detrás de mí, muy cerca, tocándome.
Me
volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el
recto y amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente solitario; y del otro lado también
se extendía hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y
atemorizante.
Cerré
los ojos, ¿por qué? Comencé a dar vueltas muy de prisa. Vacilé, abrí los ojos;
los árboles bailaban a mí alrededor, la tierra flotaba; tuve que sentarme. Después
ya no supe cómo había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! No recordaba nada. Tomé
hacia la derecha y llegué a la avenida que me había llevado al centro del
bosque.
3 de junio
La
noche ha sido espantosa. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Estoy seguro
que un viaje me tranquilizará.
Regreso
restablecido. El viaje ha sido delicioso. Hice una excursión encantadora. Fui
al monte de San Miguel, donde no había estado nunca.
¡Qué
magnífico espectáculo cuando se llega a Avranches, como el que presencié cuando
llegué al atardecer! La ciudad se asienta sobre una colina. Cuando me llevaron
al jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito
de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte,
entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro
de esa inmensa bahía dorada bajo un cielo despejado de oro y de luz, se elevaba
un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa.
El
sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil
de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un monumento esplendoroso.
Al
amanecer volví a la bahía. La marea baja me permitió avanzar; anduve algunas
horas pisando la arena, con los ojos fijos en el sorprendente monasterio que se
alzaba delante de mí. Luego de varias horas de marcha llegué al enorme bloque
de piedra en cuya cima se halla una pequeña población dominada por la gran
iglesia. Encaramándome por la estrecha calle, pude admirar el más precioso
edificio gótico dedicado a Dios en la tierra, extenso como una ciudad, cuyas
criptas parecen aplastadas por las resistentes bóvedas y cuyas altas galerías
apoyan sus techos en delgadas columnas. Entré en esa gigantesca joya de
granito, ligera como un encaje, cubierta por torres, de esbeltos campanarios, a
los cuales se sube por intrincadas escaleras que destacan en el cielo azul del
día y el oscuro cielo de la noche con sus extrañas cúpulas erizadas de
quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí
por finos arcos labrados.
Cuando
llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:
–¡Reverendo
padre, ¡qué bien están ustedes aquí!
–Es
un lugar muy ventoso, señor –me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras la
marea subía cubriendo el arenal con una coraza reluciente como el acero.
El
monje me contó historias de otros tiempos, viejas leyendas referentes al monte
de San Miguel. Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte
aseguran que de noche se oyen voces en la playa desierta; además, dicen que se
perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz débil.
Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se
asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran
haber visto vagando sobre las dunas, entre las dos mareas, y alrededor de la
pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo pastor que lleva siempre la
cabeza metida entre una capa, y frente a él marchan un macho cabrío con apariencia
de hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen cabellos largos y blancos
y hablan sin cansancio: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de
pronto para emitir su peculiar sonido con todas sus fuerzas.
–¿Cree usted en eso? –pregunté al monje.
–No
sé –me contestó.
Yo
proseguí:
—Si
existieran en este mundo seres distintos de nosotros, ¿no los conoceríamos hace
tiempo? ¿Es posible que no los hubiera visto usted? ¿Qué no los viera yo?
–
¿Acaso vemos –me respondió– la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por
ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento es
una de las mayores energías de la naturaleza; combate al hombre, derriba los
edificios, arranca los árboles, levanta montañas de agua en el mar, arroja las
embarcaciones contra los escollos, silba, gime, ruge, mata, y, sin embargo, ¿lo
ha visto usted alguna vez? ¿Puede usted verlo? Y tampoco puede usted negar su
existencia.
No supe replicar a tan sencillo razonamiento. Así que opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez un necio. No pude precisarlo en aquel momento, por lo que preferí el silencio. Aunque con mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo.
Dormí
mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo
mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:
–
¿Está usted enfermo, Jean?
–No
consigo descansar; me fatigo más de noche durmiendo que de día trabajando. Las noches
desgastan mis días. Desde la partida del señor parece que padezco una especie
de hechizo.
El resto de la servidumbre está
bien, pero temo que vuelvan las crisis y la fiebre.
No
hay duda; la fiebre me acecha de nuevo. Se reproducen mis antiguas pesadillas.
Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, sentí
como sorbía mi vida entre sus labios. Sí, la bebía con la misma avidez que una
sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan dolorido, tan
quebrantado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si esto se prolonga me veré
obligado a emprender otro viaje.
¿Me
habré vuelto loco? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que pierdo el
juicio al recordarlo!
Había
cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed; bebí
medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena.
Me
acosté y, en cuanto me dormí, comenzó a torturarme una espantosa pesadilla de
la cual pude salir cerca de dos horas después con una sacudida violenta.
Mi
situación era en aquel momento semejante a la de un hombre dormido al cual
asesinan y que despierta con el cuchillo clavado en el pecho, jadeante,
sangrando, ahogándose, moribundo, sin comprender lo que ha sucedido.
¿Quién
se había bebido el agua? Yo mismo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? La
puerta estaba cerrada y allí no había nadie más que yo. Entonces… yo era
sonámbulo y vivía, sin saberlo, esa doble vida misteriosa que nos hace dudar si
puede haber dos almas en un mismo cuerpo, si otro ser extraño, desconocido e
invisible, se apodera de nosotros cuando nuestro espíritu duerme y nuestro
cuerpo le sirve resignado como a nosotros mismos.
¡Ah!
¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá entender la
emoción de un hombre mentalmente sano, despierto, razonable, que mira con
espanto una botella vacía donde se contuvo un poco de agua que desapareció sin
saber cómo?
Y
así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.
¡Me
estoy volviendo loco! ¡Anoche también
bebieron el agua de la botella!, o ¿acaso la he bebido yo sin darme cuenta?
¿Pero es posible que sea yo y no lo recuerde?
¿No será otro? ¿Quién? ¡Ah, Dios mío! Esto me está volviendo loco.
Acabo
de hacer observaciones asombrosas. No me cabe duda; ¡estoy completamente loco!
El
6 de julio, antes de acostarme dejé sobre la mesa vino, leche, agua, pan y
fresas. Han bebido –o he bebido– toda el agua y un poco de leche. No han tocado
el vino, ni tampoco el pan y las fresas.
El
7 de julio repetí la prueba y el resultado fue el mismo.
El
8 de julio suprimí el agua y la leche. Hallé intactos el pan, el vino y las
fresas. Por último, el 9 de julio puse
sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de
envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones; y
cuando hube impregnado mis labios, mi barba y mis manos con polvos de lápiz, me
acosté.
Como
todas las noches, me abrumó un sueño pesado y terrible, seguido de un espantoso
despertar. No me había movido en absoluto; ni siquiera mis sábanas estaban
manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían
limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción. ¡Se habían
bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!…
Me trasladaré a París inmediatamente.
12
de julio
París.
No comprendo cómo perdí el juicio días atrás. Tal vez he sido juguete de mi
enervada imaginación, a menos que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido
una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que
reciben el nombre de "sugestiones". De todos modos, lo cierto es que
mi extravío rayaba en locura, y han bastado veinticuatro horas en París para
recobrar la cordura. Ayer, después de algunos paseos y visitas, que me han
renovado y vivificado el alma. Fui al Teatro Francés. Representaban una comedia
de Alejandro Dumas, hijo, y los razonamientos de su ingenio sutil y poderoso
acabaron de aliviarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las
mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que
comuniquen sus pensamientos. La soledad prolongada puebla de fantasmas y de recuerdos
tortuosos el vacío.
Regresé
muy contento al hotel, caminando por el centro. Mientras me codeaba con los
transeúntes, recordaba, no sin alguna ironía, mis imaginaciones y espantos de
la última semana, cuando llegué a pensar —y lo creí de veras— que un ser
invisible habitaba conmigo bajo mi techo
¡Cuán
débil es nuestra razón y cómo se azora y se desvanece al presentársenos cualquier
suceso incomprensible!
En
lugar de concluir con estas simples palabras: “Yo no comprendo porque no puedo explicarme
las causas”, imaginamos en seguida misterios horrorosos y sobrenaturales
potencias.
14
de julio
Aniversario
de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me
divirtieron como a un niño. Sin embargo, considero absurdo alegrarse a fecha
fija por mandato del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces
tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde.
Le dicen: “Diviértete” y se divierte. Le dicen: “Lucha contra tu vecino”
y va a luchar. También le dicen: “Vota por el emperador” y vota por el
emperador. Luego, "Vota por la República", y vota por la República.
Los
que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a otros
hombres, obedecen a convencionalismos necios y estériles, a principios falsos,
por el solo hecho de ser principios, es decir, ideas tenidas por indiscutibles
e inmutables, tan pronto en este mundo donde no estamos seguros de nada, puesto
que la luz y el sonido son ilusorios.
Ayer
hice observaciones que me han perturbado atrozmente. Cené en casa de mi prima,
la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. También
fueron invitadas dos amigas de mi prima, una de ellas estaba casada con el
doctor Parent, que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades
nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las nuevas
experiencias de hipnotismo y sugestión.
Nos
refirió detalladamente las prodigiosas observaciones obtenidas por los sabios
ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron
tan extraños que manifesté mi incredulidad.
–Estamos
a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza –decía
el doctor Parent–, es decir, uno de sus más importantes misterios aquí en la
tierra, puesto que hay evidentemente otros secretos más importantes en el
espacio infinito. Desde que el hombre razona, desde que formula con palabras y
por escrito su pensamiento, se siente tocado por un misterio que no puede
penetrar sus sentidos rudimentarios e imperfectos, cuya impotencia quiere
suplir con su esfuerzo intelectual. Cuando la inteligencia del hombre aún se
iba desarrollando, la obsesión de los fenómenos invisibles tomaba formas
espantosas. De ahí provienen las creencias populares de lo sobrenatural: las
leyendas, los duendes, las hadas, los gnomos y los aparecidos; incluso me
atrevería a mencionar la leyenda de Dios, porque la manera de presentarnos al
Creador en todas las religiones no deja de ser una invención de las más necias
e inaceptables que ha producido el apocado cerebro de la humanidad. Nada es más
cierto que este pensamiento de Voltaire: “Dios ha hecho al hombre a su imagen y
semejanza, pero el hombre también ha procedido así con él”.
“Pero
desde hace algo más de un siglo parece percibirse algo nuevo. Mesmer. y algunos
otros nos abrieron un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace
cuatro o cinco años hemos conseguido grandes resultados”.
Mi
prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:
–
¿Quiere usted que la hipnotice, señora?
–Sí;
me parece bien.
Ella
se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó
la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta.
Veía cerrarse pesadamente los ojos de mi prima, advertí la crispación de sus
labios y las ansias de su pecho.
Al
cabo de diez minutos dormía.
–Póngase
detrás de ella –me dijo el médico.
Obedecí
su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta que decía: “Esto
es un espejo; ¿qué ve en él?”
–Veo
a mi primo –respondió.
–
¿Qué hace?
–Se
atusa el bigote.
–
¿Y ahora?
–Saca
una fotografía del bolsillo.
–
¿Quién aparece en la fotografía?
–Él,
mi primo.
¡Era
cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.
–
¿Cómo aparece en ese retrato?
–De
pie y con un sombrero en la mano, veía en esa tarjeta de cartulina lo que
hubiera visto en un espejo.
Las
damas decían espantadas: “¡Basta! ¡Basta, ¡No más!, por favor!”
Pero
el médico ordenó: “Mañana se levantará usted a las ocho; luego irá a ver a su primo al
hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste cinco mil francos porque los
necesita su marido, los cuales le reclamará cuando regrese de su próximo viaje”.
Luego la despertó.
Mientras
regresaba al hotel pensé en tan extraño suceso y me asaltaron dudas, no por
suponer a mi prima capaz de un fingimiento, conociendo la sencillez de su
carácter, sino sospechando la seriedad del médico. ¿No pudo reflejar mi
fotografía en cualquier espejillo bien disimulado y ofrecer la imagen a los
ojos de mi prima?
Los
prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.
Me
acosté y dormí. Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi criado con
esta noticia:
–Su
prima
aguarda y quiere
hablar inmediatamente con usted,
señor.
Me
vestí de prisa y la hice pasar.
Me
saludó muy perturbada, con los ojos entornados y, sin alzar el velo que cubría
su rostro, me dijo:
–Querido
primo, tengo que pedirle un gran favor.
—Pídeme
todo lo que tú quieras. –Me cuesta mucho
decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos.
—
¿Para qué los necesitas?
–Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha
encargado conseguirlos.
Me
quedé tan asombrado, que balbucía mis respuestas. Pensaba que ella y el doctor
Parent se estaban burlando de mí, que se habían puesto de acuerdo para montar
semejante farsa.
Pero
mirándola fijamente se desvanecieron todas mis dudas. Veía como temblaba de
angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y me di cuenta que
hacía esfuerzos para contener su llanto.
Sabía
que era muy rica y le dije:
–
¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione.
¿Estás segura de que te ha encargado pedírmelos a mí?
Dudó
un momento, como si esforzara la memoria para recordar, y luego respondió:
–Sí…
sí… estoy segura.
–
¿Te ha escrito?
Vaciló
de nuevo. Yo comprendía que torturaba su memoria inútilmente, sin hallar la
respuesta precisa, advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía. Sólo
recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Y obstinada en esa
idea, se decidió a mentir:
–Sí,
me escribió.
–
¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.
–Recibí
su carta esta mañana.
–
¿Puedes enseñármela?
–No,
no… contenía cosas íntimas… asuntos demasiado personales… y la he… la he
quemado.
–Así
que su marido tiene deudas. ¿De manera que tu esposo gasta más de lo que puede
y se arruina?
–No
lo sé.
Bruscamente
le dije:
–Pero
en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos.
Dio
una especie de grito de desesperación:
–
¡Ay! ¡Por favor! ¡Te lo ruego!, ¡te lo ruego! Trata de conseguirlos…
Exaltada,
unía sus manos con expresión de súplica. Su voz se quebraba. Era evidente la
desesperación que salía de sus labios; lloraba murmurando cosas ininteligibles.
Estaba molesta y angustiada por mi comentario tan desalentador. .
–
¡Ay! Te suplico… si supieras cómo sufro… los necesito para hoy.
Me compadecí por ella.
–Cálmate,
te aseguro que los tendrás.
–
¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso eres, primo!
–
¿Recuerdas lo que pasó anoche en tu casa? –le pregunté entonces.
–Sí.
–
¿Recuerda que el doctor Parent te hipnotizó?
–
Sí…
–Pues
bien, fue él quien te ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y
en este momento obedeces a su sugestión.
Reflexionó
durante algunos instantes y luego respondió:
–Pero
es mi esposo. Él fue quien me los pidió...
Durante
una hora traté de convencerla, pero fue en vano. Cuando se fue, corrí a casa
del doctor Parent. Me dijo:
–
¿Se ha convencido ahora?, o ¿Aún tiene dudas?
–Sí,
no hay más remedio que creer.
– Vayamos a casa de su prima.
Cuando
llegamos la vimos recostada en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le
tomó el pulso, la miró fijamente. Mi prima cerró los ojos, no pudiendo
resistirse al poder magnético de aquella mirada.
Cuando
se durmió, el doctor Parent le dijo:
–
¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, olvide usted que se
los pidió a su primo, y si le habla de eso, usted no comprenderá.
Luego
la despertó. Entonces saqué mi billetera.
–Aquí
tienes, querida prima. Lo que me pediste esta mañana.
Se
mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de insistir
y refrescar su memoria, pero negó todo rotundamente creyendo que me burlaba, y
acabó poniéndose algo seria.
Acabo
de regresar. La experiencia me ha trastornado el pensamiento, tanto que no he
podido almorzar.
Muchas
personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué
pensar. Aún tengo mis dudas.
Cené
en Bougival mientras asistía al baile de los remeros. Definitivamente todo
depende de la influencia de los lugares y del ambiente que nos rodea. Sería absurdo
preocuparse de lo sobrenatural en la Isla de Grenouillère … pero ¿no es así en
la cima del monte Saint-Michel, y en la India? Inevitablemente sufrimos la
influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.
Ayer llegué a casa. No hay ninguna novedad.
2
de agosto
Nada
nuevo. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el agua del río Sena.
4
de agosto
Hay conflictos y confusión entre mis criados. Aseguran que por la noche alguien rompe la cristalería de los armarios y es evidente que nadie quiere tener la culpa. Uno de los sirvientes acusa a la cocinera y ésta a la lavandera, quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién es el culpable? ¡Vaya usted a saber! El tiempo lo dirá.
6
de agosto
Esta
vez no es una locura. ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto!... Lo he
visto... Ya no tengo la menor duda… ¡Lo he visto! Aún se me paraliza el cuerpo
y siento frío hasta en las uñas… El miedo se apodera de mí helándome hasta la
médula … ¡Lo he visto!…
A
las dos paseaba por el jardín tomando el sol, recorriendo un camino de rosales
de otoño que ya empiezan a florecer.
Me
detuve a observar tres rosas magníficas,
y vi entonces con toda claridad que el tallo de una de las rosas se doblaba
como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba como si la misma
mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la curva que habría descrito
un brazo al llevarla hacia una boca, y
se
quedó fija, como si se hubiera prendido en unos labios, horizontal, suspendida
en el aire transparente, sola, inmóvil, a dos metros de mí.
Enloquecido,
me arrojé sobre ella para tomarla. Pero desapareció, ya no había nada. Sentí una
rabia inmensa contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable
tenga semejantes alucinaciones.
Pero,
¿aquello era realmente alucinación? Miré al rosal; faltaba una rosa de las tres
que había, y observé el tallo recién tronchado. Volví a casa con la mente hecha
trizas y el alma entristecida; en efecto, ahora estoy convencido, seguro, como lo
estoy de que suceden las noches a los días, de que junto a mí existe un ser
invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede cortar una rosa, que
puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado por un cuerpo
material; aunque imperceptible para mis sentidos, y de que habita junto a mí,
en mi propia casa.
Dormí
tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella, pero no perturbó mi sueño.
Me
pregunto si estoy loco. Ahora mismo, paseándome a la orilla del río tomando el
sol, me asaltaron dudas acerca de mi estado, pero no dudas vagas como las que
tuve otras veces, no, dudas concretas, claras.
He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo inteligentes,
lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida. Hablaban de todo con claridad,
facilidad y profundidad,
y
de pronto, al tropezar en una idea —siempre la misma obsesión— como la ola que
tropieza en un escollo, su pensamiento se desgarraba, se deshacía, confundido y
diseminado en el mar borrascoso y oscuro que se llama "locura".
Ciertamente,
estaría convencido de mi locura si no tuviera perfecta conciencia de mi estado al
examinarlo con toda lucidez. Sin duda soy un alucinado reflexivo. Se habrá
producido en mi cerebro una perturbación desconocida, una de esas
perturbaciones que actualmente preocupan a los fisiólogos modernos, y dicho
trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en lo referente al orden
y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, arrastrándonos
a través de las fantasmagorías más inverosímiles que no logran sorprendernos,
porque el aparato verificador, el sentido que debiera comprobar su falsedad, se
halla dormido, mientras la imaginación despierta, funciona. ¿Acaso
ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del teclado
cerebral? Algunos hombres, a consecuencia de un accidente, perdieron la memoria
de los apellidos o de los verbos, incluso de los números o solamente de las fechas.
Hoy
se ha comprobado la localización de todas las partes del pensamiento. No puede
sorprenderme que se haya dormido en mi cerebro la facultad de advertir lo
inverosímil de ciertas alucinaciones.
Pensaba
en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol traspasaba la
claridad del agua, sus rayos vivificaban la tierra y llenaban mis ojos de amor
por la vida, por las golondrinas cuya agilidad constituye para mí un motivo de
alegría, y el rumor de las hierbas al mecerse proporcionaba un goce a mis
oídos.
Sin
embargo, poco a poco un malestar inexplicable se apoderaba de mí. Me parecía que una fuerza desconocida oculta, incomprensible, me abrumaba, me
detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme volver hacia
atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime cuando hemos dejado en
nuestra casa a un enfermo querido y un presentimiento triste nos amarga y
sobrecoge de pronto, asegurándonos que la enfermedad se agravó.
Regresé,
a pesar mío, seguro de hallar en mi casa una funesta noticia. Nada de eso
había, y me quedé más sorprendido y angustiado, incluso que si hubiera sufrido
alguna nueva visión fantasmagórica.
Pasé
una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Observándome,
penetrándome, dominándome y más temible, oculto en esa forma, que si se
mostrara por fenómenos sobrenaturales su presencia invisible y constante.
Sin embargo, he podido dormir.
9 de agosto
Nada ha sucedido, pero tengo miedo.
10
de agosto
Nada; ¿qué sucederá mañana?
11
de agosto
Nada,
siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo, oprimido por un temor
incesante y continuas preocupaciones abrumadoras que dominan mi mente; me marcho.
Pasé
todo el día tratando de partir, pero no lo he logrado. He intentado realizar
ese acto tan sencillo –salir e irme en mi coche hacía Ruán– y no me ha sido
posible. ¿Por qué?
Cuando
nos atacan ciertas enfermedades, nuestros mecanismos físicos parecen fallar. Perdemos
las energías y se relajan los músculos; los huesos parecen tan blandos como la
carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute en mi espíritu de
manera extraña y desoladora. No tengo fuerza ni energía ni el menor dominio
sobre mí. Carezco de fuerzas y de valor. Ya no soy dueño de mi voluntad. Ya no
tengo iniciativa. Alguien me impulsa, me contiene, me domina y yo obedezco.
¡Estoy
perdido! ¡Alguien se apoderó de mi alma y la dirige! Sí; alguien me posee y
rige mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no
soy más que un espectador,
un esclavo, y todas mis acciones me horrorizan. Quiero salir y no puedo. No me
permite salir y tengo que quedarme, azorado y tembloroso en el sillón donde me
obliga a sentarme. Quisiera levantarme, removerme, hacer algo que me
convenciera de que no he perdido la voluntad. ¡Y no puedo! Me sujeta en el
sillón y el sillón se adhiere al suelo de tal modo que ninguna fuerza es capaz
de movernos.
De
pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y
comerlas. Inevitablemente; cojo las fresas y me las como. ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
¡Dios mío! ¡Líbrame! ¡Sálvame! ¡Socórreme! ¡Apiádate de mí! ¡Oh! ¡Sálvame! ¡Qué
sufrimiento! ¡Qué tortura! ¡Qué horror!
Ahora
comprendo cómo se hallaba poseída y dominada mi pobre prima cuando fue a
pedirme los cinco mil francos. Era esclava de un mandato que se infiltró en
ella como
otra alma, un alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero,
¿quién es el ser invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese
merodeador de una raza sobrenatural?
Pero, si existen los invisibles, ¿por qué desde los orígenes del mundo no se han manifestado nunca de una manera precisa, como se manifiestan ahora para mí? Jamás leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, tal vez me salvaría, pero no puedo.
16
de agosto
Hoy
he podido escaparme durante
dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta la puerta de su
calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos.
Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Que alegría poder
decirle a un hombre que obedece: “¡Vamos a Ruán!”
Hice
detener la marcha frente a la biblioteca, donde solicité en préstamo el gran
tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del
mundo antiguo y moderno.
Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: “¡A la estación!” y grité –no dije, grité– con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: “A casa”, lleno de angustia, me desplomé sobre los almohadones del coche. ¡Me había perseguido! y volvía a posesionarse de mí.
17
de agosto
¡Ah!
¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería mostrarme
satisfecho. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en
filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos
los seres invisibles que vagan en torno del hombre o aparecen en sus ensueños. Describe
sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se parece al que
me domina. Diríase que desde que el hombre razona, ha presentido y ha temido a
un ser nuevo, más vigoroso, que ha de sucederle; y que como no pudo prever la
naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese mundo fantástico
de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo. Después de
leer, me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el
pensamiento en la apacible brisa de la noche.
¿Quién
vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué vidas, qué animales, qué plantas hay
allí? ¿La inteligencia, en esos universos lejanos, alcanzará más perfección que
la de nuestro mundo? ¿Conocerán
lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno de ellos
atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como
antiguamente los normandos sometían a los pueblos más débiles.
Somos
tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que
gira disuelto en una gota de agua.
Con
estos pensamientos me adormecí, acariciado por el ambiente apacible de la
noche.
Pero
a la media hora, sin cambiar de postura, sin hacer un movimiento, abrí los
ojos, desvelado por una emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, de
repente me pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto
sobre la mesa giraba como si alguien la empujase. No entraba ninguna corriente
de aire por la ventana. Esperé sorprendido. A los cuatro minutos,
aproximadamente… vi que otra hoja también se volvía de igual modo Mi sillón
estaba vacío, aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo
allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada
que se rebela contra el domador, atravesé la habitación para atraparlo,
estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó frente a mí
como si él hubiera huido… la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se
apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado hacia
la oscuridad, tomando con ambas manos los marcos de la ventana.
Había
escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!
Entonces,
mañana… pasado mañana o cualquiera de estos días…Podré sujetarlo, oprimirlo,
aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso
no hay perros que al fin se rebelan matando a sus dueños?
18
de agosto
He
meditado todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos,
cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Es más fuerte que yo, pero
llegará un momento... un día en el que por fin lo extinga.
19
de agosto
¡Ya
sé… ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico:
"Recibimos
de Río de Janeiro esta curiosa noticia: una locura, una epidemia de locura,
comparable a las exaltaciones contagiosas que se hicieron sentir en la Edad
Media. Se ha declarado en la provincia de San Pablo. Los habitantes
despavoridos abandonan sus casas y huyen de los pueblos, no cultivan los
campos, diciéndose perseguidos, poseídos, acosados como un rebaño, por seres invisibles,
aunque tangibles, por una especie de vampiros que, aprovechándose de su
descanso, se nutren a expensas de su vida, que toman agua y leche, sin ingerir ningún
otro alimento.
“El
profesor don Pedro Henríquez, presidiendo una comisión de ilustres médicos, ha
partido para el Estado de San Pablo con el fin de estudiar sobre el origen y
las manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al emperador
las medidas que juzgue pertinentes para apaciguar a los delirantes pobladores.”
¡Ah!
¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas
remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y
alegre. Allí estaba él, que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria
su raza! ¡Y me vio! Vio también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la
costa. ¡Oh, Dios mío!
Ahora
ya lo sé y lo presiento:
la
preponderancia del hombre ha terminado.
¡Ah!
El buitre se ha comido a la paloma, el lobo ha devorado al cordero; el león ha
devorado al búfalo de agudos cuernos; el hombre ha dado muerte al león con la
flecha, el puñal y la pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros
hemos hecho con el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y
su alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desdichados de nosotros!
No
obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica… Yo también
quiero… yo podría hacer lo mismo… Pero
es
preciso que lo conozca, es preciso que lo palpe y lo vea. Los naturalistas
dicen que los ojos de los animales difieren de los nuestros, que no ven como
nosotros... Y mi vista no me descubre ante dominador que me oprime.
.
¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel: “¿Acaso
vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Vea usted el viento, la fuerza
más poderosa de la naturaleza, El viento que derriba hombres y edificios, que
arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye
los acantilados y arroja contra ellos a las grandes naves. Al viento, que
silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y,
sin embargo, existe!”
Y
reflexiono: mi vista es tan débil, tan imperfecta, que no consigue distinguir
los cuerpos más duros cuando son transparentes como el vidrio. De igual modo
que un pájaro se lanza contra los cristales de un balcón, se lanzaría un hombre
contra un cristal inmenso que se cruzará en su camino. Por lo demás, mil cosas
nos engañan y desorientan. Entonces, no puede extrañarnos que el hombre no sepa
percibir un cuerpo nuevo, translúcido y sutil.
¡Un
ser nuevo! ¿Por qué no? Su venida era inevitable. ¿Qué motivo hay para que
seamos nosotros los últimos? No pudimos comprobar su existencia, como la de los
que nos han precedido. Ello se explica porque su naturaleza es omnipotente ,
más elaborada y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente
concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre forzados como
mecanismos demasiado complejos, que vive como una planta o como un animal,
nutriéndose penosamente del aire, la hierba y la carne, mecanismo animal,
sujeto a dolencias, a deformaciones, a podredumbres; embarazoso y mal
organizado, sencillo y extraño; obra ingeniosamente imperfecta, burda y
delicada; esbozo de un ser que pudiera transformarse al fin en otro,
inteligente y soberano.
Antes de aparecer el hombre, hubo otras especies
que han desaparecido y otras que subsisten aún. ¿Por qué no ha de presentarse
otra más después de cumplirse el periodo que separa las sucesivas apariciones
de las diversas especies?
¿Por
qué no pueden surgir también nuevas especies de árboles distintos de los ya
clasificados, tal vez con flores gigantescas y resplandecientes que ofrezcan su
perfume aún desconocido para cubrir regiones enteras? ¿Por qué no pueden
aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Son
cuatro sólo cuatro, esos engendradores de vidas! ¡Qué miseria! ¿Por qué no son
cuarenta, cuatrocientos, cuatro mil?¡Todo es pobre, mezquino, miserable! ¡Todo
se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Es
muy pobre todo; todo mezquino, miserable! ¡Todo hecho con avaricia, torpemente,
sin gusto! ¡Ah! El elefante, el hipopótamo, ¡qué esbeltez! El camello, ¡qué
elegancia!
Se
podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería
tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, y movimiento sería
imposible describir, no acierto a concebir la forma, el encanto, el color de sus
alas. Pero la veo… va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas
con el soplo armonioso y ligero de su vuelo… Y los pueblos que allí habitan las
ven pasar, extasiados por su maravillosa belleza.
¿Qué
me ocurre? ¡Ah! Es él... es la obsesión de El Horla lo que me hace imaginar
esas locuras. Es él quien me hechiza, quien me hace pensar esas locuras. Está
en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!
¡Lo
mataré! Por fin pude verlo. Anoche cuando me senté junto a la mesa y simulé
escribir con gran atención. Rondó a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal
vez podría tocarlo y atraparlo. ¡Y entonces!… Entonces tendría la fuerza de los
desesperados; pondría en él mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi cabeza, mis dientes,
para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo poco a poco.
Yo
acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.
Había
encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si aquella
claridad me ayudase a descubrirlo.
Frente
a mí estaba mi cama, una cama vieja, de roble; a mi derecha, la chimenea; a la izquierda, la
puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla bastante tiempo abierta ;
detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para
afeitarme y vestirme y donde tenía
costumbre de mirarme de los pies a la cabeza cada vez que pasaba frente a él.
Simulaba
escribir para engañarlo, porque seguramente me observaba, y de pronto lo sentí
cerca; estuve seguro de que, por encima de mi hombro, rozando mi oreja, leía lo
que yo iba escribiendo. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez
que estuve a punto de perder el equilibrio. ¿Qué extraño? Tanta luz, tanta
claridad, ¡y no me veía reflejado en el espejo! ¡Estaba vacío, luz! ¡Mi imagen
no aparecía y yo estaba frente a él! Lo miré con ojos aterrados. No me atrevía
a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él
estaba allí, pero que no
podría vencerlo, que se libraría una vez más, cuando su cuerpo imperceptible
había devorado la imagen del espejo.
¡Cuánto
miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse, pero como si estuviese
envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me
parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que
paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un
eclipse. La sombra que me ocultaba no parecía tener contornos definidos; era
una especie de transparencia opaca.
Por
último, pude distinguirme como todos los días. La imagen aparecía como de
costumbre cuando me aproximaba al espejo para mirarme.
¡Lo
había visto! Aquella visión misteriosa y tenue aún me hace temblar.
¿Matarlo?
¿Cómo? ¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance?
¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y además, ¿Cómo saber si los venenos obran en su cuerpo imperceptible? No… no… decididamente no. Pero entonces… ¿qué recurso emplear?
21
de agosto
He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar las visitas nocturnas de los ladrones. Haré una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa…
10
de septiembre
Ruán,
Hotel Continental. Ha sucedido… ha sucedido… pero ¿habrá muerto? Lo que vi me
ha trastornado. Ayer, después de que el cerrajero colocó la persiana y la
puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que hacía
bastante frío. De pronto sentí que había llegado; un placer, un placer infinito
me invadió. Me levanté lentamente y caminé de un lado a otro durante algún
tiempo para que no sospechara nada. Luego me quité los botines y me puse unas
pantuflas. Todo lo hice de manera cautelosa, y al llegar cerré la puerta de
golpe y con llave. Volviendo luego a la persiana la sujeté con un candado y me
guardé la llave en el bolsillo.
De
pronto, comprendí que se agitaba a mí alrededor, que él también sentía miedo y
que me ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me
acerqué a la puerta y la entreabrí lo suficiente como para poder pasar de perfil,
y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no
había podido escapar y lo deje allí, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había
caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos
lámparas que se hallaban en la sala que está debajo de mi habitación. Derrame
sobre los muebles el petróleo que contenían; prendí fuego y salí al jardín después
de haber cerrado la puerta con llave.
Me
escondí en el fondo de mi jardín tras una barrera de laureles. ¡Qué larga me
pareció la espera! Todo estaba oscuro, silencioso, inmóvil; ni un soplo de
aire, ni una estrella. Invadían el espacio montañas de nubes que, aunque no se
veían, pesaban sobre mi alma; pesaban atrozmente.
Mirando
mi casa, esperé con impaciencia. Creí que el fuego ya se había extinguido por
sí solo o que él lo había apagado. Hasta que vi que una de las ventanas se
hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y
amarilla, larga, flexible y acariciante, ascendió por la pared blanca hasta
rebasar el techo. Una luz se filtró entre los árboles, impregnando sus ramas y
sus hojas; y también un temblor de miedo. Los pájaros, que dormían,
revolotearon aturdidos; un perro comenzó a ladrar. Me pareció que amanecía. De inmediato,
estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi casa ya no
era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la noche, un
grito horrible, de mujer, atroz y desgarrador, al tiempo que se abrían las
ventanas de dos buhardillas. ¡Había olvidado a mi servidumbre! Vi sus rostros
lívidos y sus brazos que se agitaban. Horrorizado corrí hacia el pueblo
gritando:
“¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!” Encontré
gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver lo que ocurría.
La
casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una hoguera donde perecían
mis criados y donde moría también, abrasado. Él, él, mi prisionero, el ser
desconocido, el dominador, ¡El Horla!
De
pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas
ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas
y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno inmenso y ardiente…
¿Muerto?
¿Es posible?... Su figura impalpable, que los rayos de la luz atraviesan, ¿se
destruiría por los medios que nos destruyen?
¿Y
si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser desconocido y
Terrible. ¿De qué le serviría su figura transparente, vaga, espiritual, si
hubiera de temer, como nosotros, las desgracias, las heridas, las enfermedades,
la destrucción prematura?
¿La
destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Es el
origen de nuestro espanto. El Horla debe remplazar al hombre. Después de aquel
que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier minuto, en
cualquier accidente. Ha venido el que sólo debe morir en su día, cuando llegue
al fin de su existencia.
No…
no… Sin duda no ha muerto… no ha muerto. acaso…él que debe morir…soy yo.