30 de agosto de 1933
Viene Henry y, misteriosamente, la continuidad de nuestro amor sigue sin romperse. Fluye como un río, instintivamente. Puedo romper con el Henry de mi mente, el Henry que los demás ven. No puedo romper con el Henry cuya voz oigo desde el jardín y estremece mis entrañas.
Cuando Henry se va, recuerdo las palabras de Padre: «Debemos ser solos, tú y yo. Nadie más. Concentración. Ningún Henry».
—¿Qué más puedes querer —me dijo— que un marido caballeroso y un amante ardiente?
Nadie conoce a Henry, que me habla tan juiciosamente como habla a los demás de modo destemplado y torpe, como si la temperatura y el clima de mi confianza lo refinaran. Lo miro y es un todo, con la voz de su obra, el tono de su propia seguridad, de sus certezas. Es pálido y sereno y, sin embargo, fogoso, concentrado.
Carta a Padre: No pude escribirte anoche. Pienso en ti constantemente. Me desperté rodeada de tus sueños. Con tu imagen cerca de mí, trabajo tan sólo con la mitad de mi mente. Todo, todo lo demás se ha desvanecido. Mi trabajo es para ti. Desearía que fuera más hermoso. Mi diario es para ti. Por ti quiero hacer, haré esfuerzos renovados, cualquier cosa que te produzca alegría. Hay veces en que siento que lo absoluto que me das me sobrepasa, me desborda. Por eso no debe sorprenderte que te ame cada hora del día, no ciegamente, sino porque eres hermoso y tú mismo cada minuto, siempre, incluso en esos momentos que te causan embarazo. ¿No sabes todavía lo que es ser amado por ti mismo, completamente, por ese misterioso tú que aparece cuando piensas que eres menos hermoso, menos adorable? Con infinito y valiente esfuerzo has añadido a tu ser todas esas hermosas perfecciones; pero, aunque hoy te despojaras de ellas, como de una prenda de encajes, permanecería tu quintaesencia en el eje, en el corazón que emite tantas aspiraciones, tantas creaciones. Tu ser incandescente, tal como lo veo, mi gran, gran amor. Por eso puedo pensar en ti en el momento en que yaces enfermo, cuando más derrotado te sientes, y cuando estás menos derrotado. Me gustaría que mi carta te llegara en ese momento, porque lo que te distingue de los demás hombres es tu eterna preocupación por los sueños de los demás. Pero no eres consciente de los sueños que tú mismo impartes y por esa razón quiero revelártelos. No sabes que enseñas a superar los momentos más desalentadores de la vida con una rara nobleza y tenacidad. Otro se deformaría, o su imagen se deformaría, ante los acontecimientos externos. Pero nunca tu imagen. Lo transformas todo, sea la enfermedad o la fatiga; prestas a todo otro color, siempre otra hermosura.
Me gustaría que nuestro amor fuera también un gran descanso. Nuestras vidas están llenas de esfuerzos, de combates hercúleos para ascender, para superarnos a nosotros mismos en todo, para engrandecer nuestras almas, para perfeccionarnos, desarrollarnos, evolucionar... Difíciles ascensiones, casi dolorosas, aspirando siempre más alto, siempre persiguiendo nuevas visiones, rechazando lo que fuimos el día anterior.
Olvidamos gozar, gozar de todo lo conseguido. Me gustaría descansar en ti, contigo. Amo nuestros momentos de serenidad y tu manera de hacerme reír. ¡Y cómo puede ser tu risa! Será nuestro sabbat, pero no un domingo, sino un séptimo día que nosotros inventaremos. Al alba del séptimo día, mientras comemos nuestros Quaker Oats, tú dirás: «Es bueno». Y sabré que puedo ser feliz, porque será el juicio definitivo que de ti esperaba. Y tú, cortésmente (porque eres divinamente cortés), deberás admitir también mi «Es bueno». No deberás ser irrespetuoso y decir: «Oh, no sabes nada. Estás enamorada». Proclamo que eres grande, que no hay nadie en el mundo como tú. Voy a sentarme en tu cama y extenderemos delante de nosotros todo lo que tenemos, todo lo que poseemos, en lugar de nuestro eterno «Deseo, necesito». No más pesares ni pensamientos; por ejemplo, que no has hecho, creado o dado lo suficiente. Serán los días de nuestro gozo. Nos alimentaremos de gozo. Y luego, como consecuencia de ese séptimo día, crearás una música tan maravillosamente bella que yo te recompensaré con otro séptimo día y una mañera de mirarte que será inconfundible. Pero, por hoy, estate contento. Descansa. Diviértete contemplando al hombre que amo. Y no soy fácil de complacer, pues me ha costado veinte años encontrarte. Tenemos una debilidad por los fantasmas; tan pronto como vemos pasar a nuestro lado una nueva perfección, salimos tras ella, olvidando el almuerzo o la cena.
Durmamos un poco, gozosamente, mientras estás en Evaux. Me acusarás de cantarte canciones de cuna. Pero eso es porque creo que los dos hemos abandonado «la dirección de los recelos».
Te beso suavemente en los ojos, cuya mirada me hizo llorar cuando te dejé. Siento que tu mirada penetra toda mi vida. En todas partes veo tu imagen. Solamente.