EL HORROR DE DUNWICH
Tanto las gorgonas como las hidras y las
quimeras, las leyendas terroríficas de Medusa y las otras Arpías pueden fijarse
en las mentes de los supersticiosos… pero son transcripciones de cosas que ya
estaban allí desde mucho antes. Los arquetipos están dentro de nosotros y son
eternos. ¿De qué otra manera podría llegar a aterrarnos un relato que sabemos
que es falso? ¿Será que naturalmente nos aterra sufrir un daño físico, sin
importar el ser que pueda infringirlo? ¡No, ni mucho menos! Esos terrores están
ahí desde mucho tiempo atrás. Existen antes que el propio ser humano… No necesitan
de la humanidad, pues habrían existido igualmente… El miedo al que nos
referimos es puramente espiritual –tan intenso que no tiene cabida en la
Tierra– y tiene mayor fuerza en nuestra inocente infancia; eso puede aportarnos
una idea de nuestra condición previa a la venida al mundo o, cuando menos, un
atisbo del tenebroso reino de la preexistencia.
CHARLES LAMB:
Witches and Other Night-Fears
I
Cuando el que viaja por el norte de la región
central de Massachusetts se equivoca de dirección y llega al cruce de la
carretera de Aylesbury, porque deseaba pasar por Dean’s Corners, verá que se
adentra en una extraña y apenas poblada comarca. El terreno se hace más
escabroso y las paredes de piedra cubiertas de maleza encajonan cada vez más el
ondulante camino de terracería. Los
bosques de allí tienen árboles excesivamente grandes, y la maleza, las zarzas y
la hierba alcanzan una frondosidad rara vez vista en las regiones civilizadas.
Por el contrario, los campos de cultivo son pocos y casi improductivos,
mientras que las pocas casas esparcidas a lo largo del camino presentan todas un
sorprendente aire de vejez, suciedad y ruina. Inexplicablemente, uno no se
atreve a preguntar nada a las personas arrugadas y solitarias que, de vez en
cuando, aparecen en las puertas destartaladas o desde pendientes y rocosos prados
en actitud vigilante. Esa gente es tan silenciosa y huraña que uno tiene la
impresión de verse frente a un oculto misterio del que más vale no intentar
averiguar nada. Y esa extraña inquietud se recrudece cuando, desde un alto del
camino, se divisan las montañas que se alzan por encima de los cerrados bosques
que cubren la comarca. Las cumbres tienen una forma demasiado ovalada y
simétrica como para ser obra de la naturaleza y, a veces, pueden verse claramente
contra el cielo unos extraños círculos formados por altas columnas de piedra en
las cimas de las montañas.
El camino se halla dividido por barrancos y fosos
de una profundidad incalculable; los rudimentarios puentes de madera que los atraviesan
no ofrecen suficiente seguridad al viajero. La parte baja del camino atraviesa
terrenos pantanosos que provocan repulsión y, al ponerse el Sol, invisibles
chotacabras comienzan a lanzar estridentes chillidos; las luciérnagas, en
anormal multitud, danzan al ritmo grave y horriblemente rítmico croar de los
sapos, provocando un indescriptible miedo al viajero.
Las angostas y resplandecientes aguas del
curso superior del Miskatonic adquieren una extraña forma serpenteante mientras
discurren al pie de las abovedadas cumbres montañosas entre las que nace.
A medida que el viajero va acercándose a las
montañas, repara más en sus frondosas vertientes que en sus cumbres coronadas
por altas piedras. Las vertientes de aquellas montañas son tan inclinadas y
sombrías que uno desearía que se mantuviesen a distancia, pero hay que seguir adelante, pues no hay camino
que permita evadirlas. Pasando un puente
cubierto puede verse un pueblecito que se encuentra oculto entre el curso del río y la ladera
cortada a pico de Round Mountain. El viajero siempre se maravilla ante aquel
puñado de tejado al estilo holandés en
ruinoso estado, que hacen pensar en un periodo arquitectónico anterior al de la
comarca circundante. Y cuando se acerca más no resulta nada tranquilizador
comprobar que la mayoría de las casas están desiertas y medio destruidas y que la iglesia –con el chapitel
quebrado– alberga ahora el único y destartalado establecimiento mercantil de
toda la aldea. El simple paso del tenebroso túnel del puente infunde ya cierto
temor, pero tampoco hay manera de evitarlo. Una vez atravesado el túnel, es
difícil que a uno no le asalte la sensación de un ligero hedor al pasar por la
calle principal y ver la descomposición y la mugre acumuladas a lo largo de
siglos. Siempre resulta reconfortante salir de aquel lugar y, siguiendo el
angosto camino que discurre al pie de las montañas, cruzar la llanura que se
extiende una vez traspuestas las cumbres montañosas hasta volver a desembocar
en la carretera de Aylesbury. Una vez allí, es posible que el viajero se entere
de que ha pasado por Dunwich.
Apenas se ven forasteros en Dunwich y, tras
los horrores padecidos en el pueblo, todas las señales que indicaban cómo
llegar hasta él, han desaparecido del camino. No obstante, ser una región de
singular belleza, según los cánones estéticos en boga, no atrae para nada a
artistas ni a turistas. Hace dos siglos,
cuando a la gente no le pasaba por la cabeza reírse de brujerías, cultos satánicos
o siniestros seres que poblaban los bosques, daban muy buenas razones para
evitar el paso por la localidad. Pero en los racionales tiempos que corren,
–silenciado el horror que se desató sobre Dunwich en 1928 por quienes procuran
por encima de todo el bienestar del pueblo y del mundo– la gente evita el pueblo sin saber exactamente por qué
razón. Quizá el motivo de ello radique –aunque no puede aplicarse a los
forasteros desinformados– en que los naturales de Dunwich se han degradado de
forma bastante repulsiva, habiendo
rebasado por mucho esa senda de
regresión tan común a muchos apartados rincones de Nueva Inglaterra.
Los vecinos de Dunwich han llegado a
constituir un tipo racial propio, con señales físicas y mentales de degradación bien definidos debido al
matrimonio entre miembros de su misma familia. Su nivel medio de inteligencia
es increíblemente bajo, mientras que sus anales (escritos históricos que
registran los hechos cronológicamente)
despiden un apestoso olor a perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a
incestos y a infinidad de actos de indecible violencia y maldad. La aristocracia
local representada por los dos o tres linajes familiares que vinieron
procedentes de Salem, en 1692, ha logrado mantenerse por encima del nivel general de degradación,
aunque numerosas ramas de tales linajes acabaron por sumirse tanto entre la miserable plebe que sólo restan sus apellidos
como recordatorio del origen de su desgracia.
Algunos de los Whateley y de los Bishop continúan enviando a sus primogénitos a Harvard y Miskatonic, pero los jóvenes que se van rara vez regresan a las destruidas construcciones de estilo holandés bajo las que tanto ellos como sus antepasados nacieron y crecieron. Nadie, ni siquiera quienes conocen los motivos por los que se desató el reciente horror, pueden decir qué le ocurre a Dunwich, aunque las viejas leyendas aluden a idolátricos ritos y cónclaves (reunión que celebra el Colegio Cardenalicio de la Iglesia católica para elegir a un nuevo obispo de Roma) de los indios en los que invocaban misteriosas figuras provenientes de las grandes montañas rematadas en forma de bóveda, al tiempo que oficiaban salvajes rituales orgiásticos contestados por estridentes crujidos y fragores salidos del interior de las montañas.
En 1747, el reverendo Abijah Hoadley fue incorporado al ministerio de la iglesia congregacional de Dunwich, en la que predicó un sermón inolvidable sobre la amenaza de Satanás y los demonios que misteriosamente acechaban la aldea. Poco después, hizo notar su experiencia infernal y nauseabunda con seres que innegablemente habían erradicado toda calma de un lugar antes pasivo: “Es inconcebible negar la presencia de fenómenos tan aberrantes, que no pertenecen a ningún lugar de este mundo. Provenientes de un infierno inexplicable. Son demonios que no han tenido inconvenientes para darse a conocer, por lo que sería absurdo negar su existencia . Las incrédulas voces de Azazel, Buzrael, Belcebú y Belial se escuchan de manera angustiosa saliendo sin misericordia desde el interior de la tierra. Somos muchos los que hemos escuchado el infierno retumbar en nuestros oídos. Incluso no hace más de dos semanas pude percibir, detrás de mi casa, el sonido más monstruoso que me haya atormentado día y noche. Los chirridos, redobles, quejidos, gritos y silbidos que allí se oían, no podían proceder de nadie de este mundo, eran de esos sonidos que sólo pueden salir de los rincones más profanos de la tierra, y que únicamente la magia negra puede descubrir y al diablo desentrañar”-dijo con voz temblorosa-.
No había pasado mucho tiempo desde la lectura
de este sermón cuando el reverendo Hoadley desapareció sin señal alguna. Jamás
se supo más de él; aunque el texto que
contiene tan terrorífico sermón aún se conserva impreso en Springfield, es más,
no había año en que no se oyese y diese
cuenta de estrepitosos estruendos en el interior de las montañas. En la
actualidad todavía se pueden escuchar tales ruidos que siguen sumiendo en la
mayor perplejidad a geólogos y fisiógrafos. Otras tradiciones hacen referencia
a fétidos olores en las inmediaciones de los círculos de columnas rocosas que
coronan las cumbres montañosas y a entes etéreos, cuyas presencias pueden
detectarse difusamente a horas especificas en el fondo de los grandes barrancos.
Otras leyendas tratan de explicarlo todo en función del Devil’s Hop Yard, una ladera totalmente baldía en la que ningún
árbol florece, tampoco matorrales ni hierba alguna. Por si fuera poco, los nativos
del lugar tienen un miedo desmesurado al
bullicio que se produce en las cálidas noches, provocado por la legión de
chotacabras que puebla la comarca. Afirman que tales pájaros son psicopompos[1] que están al acecho de las
almas de los muertos y que sincronizan, al mismo tono, sus pavorosos chirridos
con la jadeante respiración de un moribundo. Si consiguen atrapar el alma
fugitiva en el momento en que el difunto abandona el cuerpo, comienzan su
revoloteo insistente y prorrumpen en diabólicas risotadas, pero si ven
frustradas sus intenciones se sumen poco a poco en el silencio. Sin embargo,
estas historias ya no se oyen, pues ya
no hay quien crea en ellas, pues datan de tiempos muy remotos e inciertos.
Dunwich es un pueblo que posee la vejez en sus calles, en sus construcciones, incluso en el aire que se respira al entrar en él. En el Sur aún pueden observarse las paredes del sótano y la chimenea de la antigua casa de los Bishop, construida antes de 1700. También existe una cascada que alberga las ruinas de un molino construido en 1806. Estas ruinas resguardadas por el tiempo constituyen un conjunto arquitectónico más reciente de la localidad. Sin embargo, la industria no tuvo tanto éxito en Dunwich y las construcciones de fábricas urbanas en el siglo XIX, resultaron ser de corta duración en la localidad. Pero de todas las construcciones arquitectónicas de Dunwich, son las grandes circunferencias de las columnas de piedra labradas bruscamente en las cumbres montañosas y que resaltan por su gran ornamentación. Construcciones atribuidas más a los indios que a los colonos.
En el interior de dichos círculos y en torno a la gran roca en forma de mesa, se han encontrado restos de cráneos y huesos humanos, de Sentinelilent Hill. Los pobladores apoyan la creencia de que tales lugares fueron, en épocas remotas, cementerios de los “Indios pocumtuk”, aun cuando numerosos etnólogos han demostrado la imposibilidad de tan disparatada teoría, los habitantes de este lugar siguen empeñados en creer que se trata de restos caucásicos.