III
Entre tanto, el viejo Whateley siguió
comprando ganado sin que se viera un incremento en el número de animales que
guardaba en su cabaña. Asimismo, taló madera y restauró partes de su casa que
no habitaba ni utilizaba: un espacioso edificio con el tejado rematado en pico
y la fachada posterior totalmente empotrada en la rocosa ladera de la montaña.
Hasta entonces, las tres habitaciones en estado menos ruinoso de la planta baja,
habían bastado para albergar a su hija y a él. El anciano debía conservar una
fuerza prodigiosa para poder realizar las tareas sin ayuda de alguien más, y
aunque a veces murmuraba cosas que se salían de lo normal, su trabajo de
carpintería demostraba que conservaba un juicio sano.
Empezó a trabajar al nacer Wilbur, tras poner
un día en orden uno de los numerosos cobertizos donde se guardaban los aperos, además
de entablarlo y colocar una nueva y resistente cerradura. Ahora, al emprender
las obras de reparación del abandonado piso superior, demostró seguir estando
en posesión de excelentes facultades manuales. Su manía se reflejaba tan sólo
en un afán por tapar, herméticamente, con tablones todas las ventanas del ala
restaurada, aunque a juicio de muchos el simple hecho de intentar repararla ya
era una locura. Ya se explicaba mejor que quisiese acondicionar otra habitación
en la planta baja para su nieto recién nacido. La habitación la pudieron ver
diversos visitantes, pero nadie logró acceder a la planta superior que
permanecía cerrada por gruesos tablones de madera. Revistió toda la habitación
del nieto con sólidas estanterías hasta el techo, sobre ellas fue colocando,
poco a poco y en orden aparentemente cuidadoso, los antiguos volúmenes
apolillados y los fragmentos sueltos de libros que, hasta entonces, habían permanecido
amontonados de mala manera en los más insólitos rincones de la casa.
–Me han sido muy útiles –decía Whateley
mientras trataba de pegar una página suelta de caracteres góticos con una cola
preparada en el herrumbroso horno de la cocina–, pero estoy seguro de que el
chico sabrá sacar mejor provecho de ellos. Quiero que estén en las mejores
condiciones posibles, pues todos van a servirle para su educación.
Cuando Wilbur cumplió un año y siete meses
–en septiembre de 1914–, su estatura y, en general, las cosas que hacía, se
salían por completo de lo normal. Tenía ya la altura de un niño de cuatro años,
hablaba con fluidez y demostraba una inteligencia dotada y bien despierta.
Andaba solo por los campos y por las empinadas laderas, acompañaba a su madre
en sus correrías por la montaña. Cuando estaba en casa, no cesaba de escudriñar
los extraños grabados y cuadros que encerraban los libros de su abuelo,
mientras el viejo Whateley le instruía y catequizaba en medio del silencio
reinante de muchas tardes largas e interminables. Para entonces, ya habían
concluido las obras de la casa, y quienes tuvieron ocasión de verlas se
preguntaban por qué habría transformado el viejo Whateley una de las ventanas
del piso superior en una maciza puerta entablada. Se trataba de la última
ventana abuhardillada en la fachada posterior, orientada al poniente y pegada a
la ladera montañosa. Nadie se tenía la menor idea de por qué construyó una
sólida rampa de madera para subir hasta ella.
Cuando las obras estaban a punto de concluir,
la gente advirtió que el viejo cobertizo de los aperos, herméticamente cerrado
y con las ventanas cubiertas por tablones desde el nacimiento de Wilbur, volvió
a quedar abandonado. La puerta estaba abierta siempre de par en par. Un día
Earl Sawyer se adentró en el sitio, con el pretexto de visitar al viejo
Whateley y conocer algunos detalles sobre la venta de ganado. Cuando estuvo en
la casa, se sorprendió enormemente del apestoso olor que se respiraba en el
cobertizo: un hedor –según diría posteriormente– que no se semejaba con nada
conocido, salvo con el olor que se percibía en las inmediaciones de los
círculos indios de la montaña y que, por alguna razón, no provenía de esta
tierra ni podía interpretarse como una situación sana.
También es cierto que las casas y cobertizos de los vecinos de Dunwich nunca se caracterizaron precisamente por sus buenos olores.
No hay nada digno de destacar en los meses que siguieron, excepto que todo el mundo juraba percibir un ligero, pero constante aumento de los misteriosos ruidos que salían de la montaña. La víspera del primero de mayo de 1915, se dejaron sentir tales temblores de tierra que hasta los vecinos de Aylesbury pudieron percibirlos. Unos meses después, en la víspera de todos los santos, se produjo un fragor subterráneo asombrosamente sincronizado con una serie de llamaradas –“Ya están otra vez los Whateley con sus brujerías”, decían los vecinos de Dunwich– en la cima de Sentinel Hill.
Wilbur seguía creciendo a un ritmo prodigioso:
cuando cumplió cuatro años, su físico parecía sorprendentemente al de un niño de
diez. Leía ávidamente sin ayuda alguna, pero se había vuelto mucho más
reservado. Su semblante era taciturno y, por primera vez, la gente empezó a murmurar
de sus facciones de chivo, que resaltaban su aspecto demoniaco. En diversas
ocasiones, hablaba en un idioma totalmente desconocido, también cantaba melodías
extrañas que hacían estremecer a quienes las escuchaban y, con frecuencia, les
producía un terror inmenso en su piel.
Él odiaba a los perros hasta el punto de
verse obligado a cargar siempre con una pistola. Así evitaba ser atacado en sus
correrías a través del campo. En ocasiones, el uso del arma no contribuyó en ganarse
la simpatía de los dueños de perros guardianes. Y, por esta razón, era objeto
de frecuentes insultos y comentarios en el pueblo.
Las pocas personas que visitaban la casa de
los Whateley, frecuentemente encontraban a Lavinia en la planta baja, sola, imaginando
historias que nadie conocía. Algunos declaraban que oían gritos extraños y
pisadas en el piso superior. Lavinia jamás dijo lo que podrían estar haciendo
su padre y el muchacho allá arriba; aunque, en cierta ocasión, un joven pescadero
intentó abrir la atrancada puerta que daba a la escalera, su intento casi le
costó la vida, porque empalideció y un pánico cerval se dibujó en su rostro. Tiempo
después, el pescadero contó en la tienda de Dunwich que le pareció oír el
pataleo de un caballo en el piso superior. Los clientes que en aquel momento se
encontraban en la tienda, pensaron al instante en la puerta, en la rampa y en
el ganado que con tal celeridad desaparecía, estremeciéndose al recordar las
historias de los años mozos del viejo Whateley, y las extrañas cosas que
profiere la tierra cuando se sacrifica un ternero en un honor a ciertos dioses
paganos. Desde hacía tiempo, podía advertirse que los perros temían y
detestaban la finca de los Whateley con igual furia e intensidad como sucedió
con Wilbur.
En 1917 estalló la guerra y, el juez de paz,
Sawyer Whateley, en su condición de presidente de la junta de reclutamiento
local, tuvo grandes dificultades para reunir, en un campamento de instrucción,
al contingente de jóvenes físicamente aptos, que provenían de Dunwich. El
gobierno, alarmado ante los síntomas de degradación de los habitantes de la
comarca, envió varios funcionarios y especialistas médicos para que
investigaran las causas. Para lograr su cometido, aplicaron una encuesta que
aún recuerdan los lectores de diarios de Nueva Inglaterra. La publicidad que se
dio en torno a la investigación, puso a algunos periodistas sobre la pista de
los Whateley, y llevó a las ediciones dominicales del Boston Globe y del Arkham
Advertiser a publicar artículos sensacionalistas sobre la precocidad de
Wilbur, la magia negra del viejo Whateley, las estanterías repletas de extraños
volúmenes, el segundo piso herméticamente cerrado de la antigua granja, el
misterio que rodeaba a la comarca entera y los ruidos que se oían en la
montaña.
En ese entonces, Wilbur tenía cuatro años y
medio, pero su cuerpo reflejaba el aspecto de un muchacho de quince: su labio
superior y sus mejillas estaban cubiertos de un vello áspero y oscuro. Además,
su voz había comenzado a enronquecer. Un día, Earl Sawyer se dirigió a la finca
de los Whateley, acompañado de un grupo de periodistas y fotógrafos, llamó su
atención la extraña fetidez que salía de la planta superior. Según dijo, era
exactamente igual que el olor reinante en el abandonado cobertizo donde se
guardaban los aperos una vez finalizadas las obras de reconstrucción, y muy
semejante a las débiles esencias que creyó percibir en las proximidades del
círculo de piedra de la montaña.
Los vecinos de Dunwich leyeron las historias
sobre los Whateley al verlas publicadas en los periódicos, y no pudieron menos que
sonreír ante los grandes errores de información. Se preguntaban, asimismo, por
qué los periodistas atribuirían tanta importancia al hecho de que el viejo
Whateley pagase siempre al comprar el ganado en antiquísimas monedas de oro.
Los Whateley recibieron a sus visitantes con un
disimulado disgusto, si bien no se atrevieron a ofrecer violenta resistencia o
a negarse a contestar sus preguntas por miedo a que dieran mayor publicidad al
caso.