IX
El viernes por la mañana, Armitage, Rice y
Morgan salieron en automóvil hacia Dunwich. Llegaron al pueblo casi a la una de
la tarde. Era un día espléndido, pero hasta en el reinante sol parecía
presagiarse la destrucción de la calma, como si algo espantoso se cerniese
sobre aquellas montañas extrañamente rematadas con forma de bóveda, donde los
profundos y sombríos barrancos oscurecen la asolada región. De vez en cuando
podía divisarse, recortado contra el cielo, un lúgubre círculo de piedras en
las cumbres montañosas. Por la atmósfera de silenciosa tensión que se respiraba
en la tienda de Osborn, los tres investigadores comprendieron que algo horrible
había sucedido, y pronto se enteraron de la desaparición de la casa y de la
familia entera de Elmer Frye.
Durante toda la tarde estuvieron recorriendo
los alrededores de Dunwich, preguntando a la gente qué había sucedido y viendo,
con sus propios ojos, en medio de un creciente horror, las pavorosas ruinas de
la casa de los Frye, los persistentes restos de aquella sustancia viscosa, las
espantosas huellas dejadas en el corral, el ganado malherido de Seth Bishop y
las impresionantes franjas de vegetación arrasada que había por doquier. El
sendero dejado a todo lo largo de Sentinel Hill, le pareció a Armitage de una
significación casi devastadora. Durante un buen rato se quedó mirando la
siniestra piedra en forma de altar que se divisaba en la cima.
Finalmente, los investigadores de Arkham, se
enteraron que aquella misma mañana habían llegado unos policías de Aylesbury en
respuesta a las primeras llamadas telefónicas, en las que daban cuenta de la
tragedia ocurrida a los Frye. Los investigadores resolvieron ir en busca de los
agentes y contrastar con ellos sus impresiones sobre la situación. Sin embargo,
una cosa fue decirlo y otra hacerlo, pues no se veía a los policías por ninguna
parte. Habían venido en total cinco en un coche, que se encontró abandonado en
un lugar próximo a las ruinas del corral de Elmer Frye.
Las personas de la localidad que, tiempo
atrás, habían estado hablando con los policías, se hallaban tan perplejas como
Armitage y sus compañeros. Fue entonces cuando al viejo Sam Hutchins se le vino
a la cabeza una idea y, lívido, dio un codazo a Fred Farr al tiempo que
apuntaba hacia el profundo y rezumante abismo que se abría frente a ellos.
–¡Dios mío! –dijo jadeando–. ¡Mira que les
advertí que no bajasen al barranco! Jamás se me ocurrió que fueran a meterse
ahí con esas huellas, ese olor y con los chotacabras armando tal griterío a
plena luz del día…
Un escalofrío se apoderó de todos los que
estaban congregados –granjeros e investigadores– al oír las palabras del viejo
Hutchins, todos aguzaron instintivamente el oído. Ahora que se encontraba por
vez primera frente al horror y su destructiva labor, Armitage no pudo evitar
temblar ante la responsabilidad que se le venía encima. Pronto caería la noche
sobre la comarca, las horas en que la gigantesca monstruosidad salía de su
cubil para proseguir sus pavorosas incursiones. Negotium perambulans in tenebris… El anciano bibliotecario se puso
a recitar la fórmula mágica que había aprendido de memoria, mientras estrujaba
con la mano el papel en que se contenía la otra fórmula alternativa que no
había memorizado. Después, comprobó que su linterna se encontraba en perfecto
estado. Rice, que estaba a su lado, sacó de un maletín un pulverizador que se
utilizan para combatir a los insectos, Morgan, por otra parte, desenfundaba el
rifle de caza en el que seguía confiando pese a las advertencias de sus
compañeros de que las armas valdrían nada frente a tan monstruoso ser.
Armitage, que había leído el estremecedor
diario de Wilbur, sabía muy bien qué clase de materialización podía esperarse,
pero no quiso atemorizar más a los vecinos de Dunwich con nuevas insinuaciones o
pistas. Esperaba poder librar al mundo de aquel horror sin que nadie se
enterase de la amenaza que se cernía sobre la humanidad. A medida que la
oscuridad fue haciéndose más densa, los vecinos de Dunwich comenzaron a
dispersarse y emprendieron el regreso a casa. Los habitantes estaban ansiosos
por encerrarse pese a la evidencia de que no había cerrojo o cerradura que
pudiese resistir los embates de un ser de tan descomunal fuerza, que podía
tronchar árboles y triturar casas a su antojo. Sacudieron la cabeza al
enterarse del plan que tenían los investigadores de permanecer de guardia en
las ruinas de la granja de Frye, que se encontraba próxima al barranco. Al
despedirse de ellos, apenas albergaban esperanzas de volver a verlos con vida a
la mañana siguiente.
Aquella noche se oyó un enorme fragor en las
montañas y los chotacabras chirriaron con endiablado estrépito. De vez en
cuando, el viento que subía del fondo del barranco de Cold Spring, traía un
hedor insoportable a la ya densa atmósfera nocturna. Un hedor como el que
aquellos tres hombres percibieron en una ocasión anterior, justamente al
encontrarse frente a aquella moribunda criatura que, durante quince años y
medio, pasó por un ser humano.
Pero la tan esperada monstruosidad no se dejó
ver en toda la noche. No cabía duda: lo que había en el fondo del barranco
aguardaba el momento propicio. Armitage dijo a sus compañeros que sería suicida
intentar atacarlo en medio de la noche. Al amanecer cesaron los ruidos. El día
se levantó gris, desapacible y con ocasionales ráfagas de lluvia, mientras nubarrones
oscuros se acumulaban del otro lado de la montaña en dirección noroeste.
Los tres científicos de Arkham no sabían qué
hacer. Y, como la lluvia arreció, se resguardaron bajo una de las pocas
construcciones de la granja de los Frye que aún quedaba en pie. Ahí debatieron
la conveniencia de seguir esperando o arriesgarse y bajar al fondo del barranco
para cazar la monstruosa y abominable presa. El aguacero arreciaba por momentos
y, en la lejanía, se oía el fragor producido por los truenos; el cielo
resplandecía por los relámpagos que lo rasgaban y, muy cerca de donde se
encontraban, vieron caer un rayo, como si directamente se dirigiese al barranco
maldito.
El cielo
se oscureció totalmente, y los tres científicos esperaban que, la violenta
tormenta, pasara pronto para que luego esclareciera.
Aún
seguía cubierto de oscuros nubarrones el cielo cuando –no había pasado siquiera
una hora– llegó hasta ellos un auténtico sonido babélico sonido de voces que se
acercaba por el camino. Al poco tiempo, pudo divisarse un grupo despavorido
integrado por algo más de una docena de hombres que venían corriendo, y no
cesaban de gritar y hasta de sollozar histéricamente.
Uno de
los que marchaban a la cabeza prorrumpió a balbucir palabras incoherentes. Los
investigadores de Arkham sintieron un pavoroso escalofrío cuando las palabras
adquirieron coherencia.
–¡Oh,
Dios mío, Dios mío! –se oyó decir a alguien con una voz entrecortada–. ¡Vuelve
de nuevo y, esta vez, en pleno día! ¡Ha salido, ha salido y se mueve en estos
momentos! ¡Qué el Señor nos proteja!
Tras oír
unos jadeos, la voz se sumió en el silencio, pero otro de los hombres retomó el
hilo de lo que decía el primero.
–Hace
casi una hora, Zeb Whateley oyó sonar el teléfono. Quien llamaba era la señora
Corey, la mujer de George, el que vive abajo, en el cruce. Dijo que Luther, el
mozo, había salido en busca de las vacas al ver el tremendo rayo que cayó. Cuando
observó que los árboles se doblaban en la boca del barranco, del lado opuesto
de la vertiente, percibió el mismo hedor que se respiraba en el lugar donde
encontraron las grandes huellas, que dejaron rastro el lunes por la mañana. Y,
según ella, Luther dijo haber oído una especie de crujido o chapoteo, un ruido
mucho más fuerte que el producido por los árboles o arbustos al doblarse. Y, de
repente, los árboles que estaban a orillas del camino, se inclinaron hacia un
lado y se oyó un horrible ruido de pisadas y un chapoteo en el barro. Pero,
aparte de los árboles y la maleza doblados, Luther no vio nada. Luego, más allá
de donde el arroyo Bishop pasa por debajo del camino, pudo oír unos espantosos
crujidos y chasquidos en el puente. Dijo que parecía como si fuese madera que
estuviese resquebrajándose. Aparte de los árboles y los matorrales doblados, no
vio nada más. Sin embargo, cuando los crujidos se perdieron a lo lejos –en el
camino que lleva a la granja del brujo Whateley y a la cumbre de Sentinel Hill–,
Luther tuvo el valor de acercarse al lugar donde se oyeron los primeros ruidos
y miró al suelo: no se veía otra cosa que agua y barro. El cielo estaba encapotado
y, la lluvia que caía, comenzaba a borrar las huellas, pero cerca de la boca
del barranco, donde los árboles se hallaban caídos por el suelo, aún había unas
horribles huellas tan gigantescas como las que vio el lunes pasado.
Al llegar
ahí, tomó la palabra un hombre con ropa grisácea y barba blanca:
–Eso no
es lo malo, porque fue sólo el principio. Zeb convocó a la gente, todos estaban
escuchando cuando se cortó una llamada telefónica que hacían desde la casa de
Seth Bishop. Sally, la mujer de Seth, no paraba de hablar. En tono muy
acalorado, contó que acababa de ver los árboles tronchados al borde del camino,
dijo que una especie de ruido acorchado, parecido al de las pisadas de un
elefante, se dirigía hacia la casa. Después hizo referencia a un olor espantoso
que se metió, de repente, por todos los rincones del mundo. Su hijo Chauncey no
cesaba de gritar que el olor era idéntico al que había en las ruinas de la
granja de Whateley el lunes por la mañana. Y, a todo esto, los perros no
paraban de lanzar horribles aullidos y ladridos.
–De
repente, Sally pegó un fenomenal grito y dijo que el cobertizo que se
encontraba junto al camino, se había derrumbado como si la tormenta se lo
hubiese llevado por delante, sólo que el viento fue tan liviano que no pudo
ocasionar tantos estragos. Todos escuchábamos con atención y, a través de la
bocina, podía oírse el jadeo de multitud de gargantas pegadas al teléfono. De
repente, Sally volvió a emitir un espantoso grito, diciendo que la cerca que
había delante de la casa, acababa de derrumbarse, aunque no existía una mínima
señal que indicara qué ocasionó el desastre. Luego, todos los que estaban
pegados al teléfono, oyeron chillar a Chauncey y al viejo Seth Bishop. Sally gritaba
que algo enorme había caído encima de la casa, no un rayo ni una roca, sino
algo descomunal, algo que se abalanzaba contra la fachada. Los embates eran
constantes, aunque no se veía nada a través de las ventanas. Y luego… y luego…
El terror
podía verse reflejado en todos los rostros. Armitage, estaba petrificado, pero
tuvo el valor suficiente para decirle a quien tenía la palabra que prosiguiera.
–Y luego…
luego, Sally lanzó un grito estremecedor: “¡Socorro! ¡La casa se viene abajo!”…
Desde el otro lado de la bocina, pudimos oír un fenomenal estruendo y un
espantoso griterío… Lo mismo sucedió con la granja de Elmer Frye, sólo que esta
vez peor… –el hombre hizo una pausa y, otro de los que venían en el grupo,
prosiguió el relato:
–Eso fue
todo. No volvió a oírse un ruido ni un chillido más. El más absoluto silencio
invadió el teléfono. Quienes lo escuchamos, sacamos nuestros coches y
furgonetas para reunirnos en casa de Corey. Todos los hombres sanos y robustos
que pudimos encontrar, hemos venido hasta aquí para que nos aconsejen qué
hacer. Es posible que todo sea un castigo del Señor por nuestras iniquidades,
un castigo del que ningún mortal puede escapar.
Armitage
comprendió que había llegado el momento de hacer algo y, con aire resuelto, se
dirigió al vacilante grupo de despavoridos campesinos.
–No queda
más remedio que seguirlo, señores –dijo, tratando de dar a su voz el tono más
tranquilizador posible–. Creo que hay una posibilidad de acabar de una vez por
todas con ese monstruo. Ustedes conocen de sobra la fama de brujos que tenían
los Whateley, pues bien, este abominable ser tiene mucho de brujería y, para
acabar con él, hay que recurrir a los mismos procedimientos que utilizaban
ellos. He visto el diario de Wilbur Whateley y he examinado algunos de los
extraños y antiguos libros que acostumbraba leer. Creo conocer el conjuro que
debe pronunciarse para que la bestia desaparezca para siempre. Naturalmente, no
puede hablarse de una seguridad total, pero vale la pena intentarlo. Es
invisible, como me imaginaba, pero este pulverizador de largo alcance contiene
unos polvos que deben hacerlo visible por unos instantes. Dentro de un rato
vamos a verlo. Es realmente un ser pavoroso, pero hubiese sido mucho peor si
Wilbur hubiese seguido con vida. Nunca llegará a saberse bien de qué se libró
la humanidad con su muerte. Ahora sólo tenemos un monstruo contra el que debemos
luchar, pero sabemos que no puede multiplicarse. Con todo, es posible que cause
aún mucho daño, así que no hemos de dudar a la hora de librar al pueblo de
semejante monstruo.
–Hay que
seguirlo y cazarlo. La única forma de hacerlo es ir a la granja que acaba de
ser destruida. Que alguien vaya delante, pues no conozco bien estos caminos,
pero supongo que debe existir un atajo. ¿Están de acuerdo?
Los
hombres se movieron inquietos sin saber qué hacer. En ese momento, Earl Sawyer
apuntó con su dedo tiznado hacia la cortina de lluvia y dijo con voz suave:
–Creo que
el camino más rápido para llegar a la granja de Seth Bishop, es atravesando el
prado que se ve ahí abajo, rodeando el arroyo por donde es menos profundo,
subir por las rastrojeras de Carrier y atravesar los bosques. Al final, se
llega al camino alto que pasa a orillas de la granja de Seth, que está del otro
lado.
Armitage,
Rice y Morgan caminaron en la dirección indicada, mientras la mayoría de los
aldeanos marchaban lentamente tras ellos. El cielo empezaba a clarear y todo parecía
indicar que la tormenta había pasado. Cuando Armitage tomaba involuntariamente
una dirección equivocada, Joe Osborn le hacía la observación y le indicaba el
camino correcto.
El valor
y la confianza de los hombres del grupo crecían por momentos, aunque la luz
crepuscular de la frondosa ladera, que estaba al final del atajo, disminuía. En
el lugar se alzaban árboles fantásticos y añejos, este obstáculo los puso a
prueba, porque los tuvieron que trepar como una escalera mal formada. Al final,
llegaron a un camino lleno de barro, en ese momento eran afortunados, porque el
sol golpeaba su cara. Se hallaban cerca de la finca de Seth Bishop, pero los
árboles tronchados y las inequívocas y horribles huellas eran buena prueba de
que el monstruo ya había pasado por allí. Apenas se detuvieron unos momentos a
contemplar los restos que quedaban en torno al gran hoyo. Era exactamente lo
mismo que sucedió con los Frye: nada vivo ni muerto podía verse entre las
ruinas.
Nadie
quiso permanecer mucho tiempo en aquel hedor y viscosidad insoportable. Todos
volvieron instintivamente al sendero, donde las espantosas huellas se dirigían
hacia la granja en ruinas de los Whateley y las laderas coronadas en forma de
altar de Sentinel Hill. Al pasar ante lo que fue la morada de Wilbur Whateley,
todos los integrantes del grupo se estremecieron visiblemente y sus ánimos
comenzaron a flaquear. No tenía nada de divertido seguir la pista de algo tan
grande como una casa y un ser invisible. Podía respirarse en el ambiente una
maléfica presencia infernal.
Frente al
pie de Sentinel Hill, las huellas desaparecían, por un momento, en el camino. Podía
apreciarse una vegetación fresca, aplastada y tronchada a lo largo de la ancha
franja, que marcaba el camino que siguió el monstruo en su anterior subida y
descenso de la montaña.
Armitage
sacó un potente catalejo y escrutó las verdes laderas de Sentinel Hill. Después
se lo prestó a Morgan, quien gozaba de una visión más aguda. Tras mirar unos
instantes por el aparato, Morgan lanzó un pavoroso grito, pasándoselo
seguidamente a Earl Sawyer. Morgan señalaba con el dedo un determinado punto de
la ladera. Sawyer, tan desmañado como la mayoría de quienes no están
acostumbrados a utilizar instrumentos ópticos, estuvo dándole vueltas unos
segundos hasta que finalmente y, gracias a la ayuda de Armitage, logró centrar
el objetivo. Al localizar el punto, su grito aún fue más estridente que el de
Morgan.
–¡Dios
Todopoderoso, la hierba y los matorrales se mueven! Está subiendo… lentamente…
como si reptara… en estos momentos llega a la cima. ¡Que el cielo nos ampare!
El germen
del pánico pareció cundir entre los expedicionarios. Una cosa era salir a la
caza del monstruoso ser y, otra muy distinta, era encontrarlo. Era posible que
los conjuros funcionaran, pero ¿y si fallaban?
Empezaron
a levantarse voces en las que se le formulaba a Armitage todo tipo de preguntas
acerca del monstruo, pero ninguna respuesta parecía satisfacerles. Todos tenían
la impresión de hallarse muy próximos a fases de la naturaleza y de la vida
absolutamente extraordinarias y radicalmente ajenas a la existencia misma de la
humanidad.