VII
Esto fue el prólogo del verdadero horror de
Dunwich. Las autoridades oficiales estaban desconcertadas. Sin embargo, llevaron
a cabo todas las formalidades necesarias, silenciando acertadamente los
detalles más alarmantes para que no llegasen a oídos de la prensa y al público
en general. Mientras, unos funcionarios fueron a Dunwich y Aylesbury para
levantar acta de las propiedades del difunto Wilbur Whateley y notificar, en
consecuencia, a quienes pudieran ser sus legítimos herederos.
A su llegada, encontraron a la gente de la
comarca presa de una gran agitación, tanto por el fragor creciente que se oía
en las montañas abovedadas, como por el insoportable olor putrefacto y los
sonidos –semejantes a un oleaje– que salían cada vez con mayor intensidad de
aquella especie de gran estructura vacía, que era la granja herméticamente
entablada de los Whateley. Earl Sawyer, que cuidaba del caballo y del ganado
desde el fallecimiento de Wilbur, había sufrido una crisis aguda de nervios.
Los funcionarios crearon una excusa para que
nadie entrase en el hediondo y cerrado edificio, limitándose a inspeccionar
rápidamente los aposentos que habitaba el difunto. Es decir, los cobertizos que
Wilbur había acondicionado en fecha reciente. Redactaron un voluminoso informe
que entregaron al juzgado de Aylesbury y, según parece, los pleitos sobre el
destino de la herencia siguen aún sin resolverse entre los innumerables
Whateley, tanto de la rama degenerada como de la no degenerada. Además, todo se
complicaba porque los familiares vivían regados y distantes por el curso
superior del Miskatonic.
En la casa encontraron un inmenso manuscrito,
que fue redactado en extraños caracteres y que, por su extensión, formaba un gran
libro. El texto daba toda la impresión de una especie de diario por las
separaciones existentes y las variaciones de tinta y caligrafía. Esto desconcertó
por completo a quienes lo encontraron en el viejo escritorio de Wilbur. Tras
una semana de debates, se decidió enviarlo a la Universidad de Miskatonic,
junto con la colección de libros sobre saberes arcanos del difunto. Así lo
podrían estudiar y traducir, pero no se pudo, porque al poco tiempo hasta los
mejores lingüistas comprendieron que no iba a ser possible descifrarlo. Misteriosamente,
no se encontró el menor rastro del oro antiguo que utilizaba Wilbur y el viejo
Whateley para pagar sus deudas.
El horror se desató en el transcurso de la
noche del 9 de septiembre. Los ruidos de la montaña habían sido muy intensos y
los perros ladraron desenfrenadamente durante toda la noche. Quienes madrugaron
el día 10, percibieron un peculiar hedor en la atmósfera.
Cerca de las siete de la mañana, Luther Brown
–el mozo de la granja de George Corey, que se encontraba situada entre el
barranco de Cold Spring y el pueblo– bajó corriendo del pastizal de diez acres,
donde había llevado a pacer las vacas. Estaba agitado y su cara revelaba un
aterrador espanto, nos dimos cuenta cuando entró a trompicones en la cocina de
la granja. De igual manera, las vacas estaban pavoridas, pataleaban y mugían
con tono lastimero en el corral, pues siguieron al chico todo el camino de
vuelta, estaban tan atemorizadas como él.
Sin dejar de jadear, Luther trató de decir a
la señora Corey lo que había visto.
–Arriba, en el camino que hay por encima del
barranco, señora Corey… ¡Algo pasa allí! Es como si hubiese caído un rayo.
Todos los matorrales y arbolillos del camino han sido segados como si toda una
casa les hubiera pasado por encima. Y eso no es lo peor, ¡caramba! Hay huellas
en el camino, señora Corey… tremendas huellas circulares, tan grandes como la
tapa de un tonel, y muy hundidas en la tierra, como si hubiese pasado un
elefante por allí, ¡sólo que las huellas tendrán más de cuatro pies! Miré de
cerca una o dos antes de salir corriendo y pude ver que todas estaban cubiertas
por unas líneas que salían del mismo lugar, en abanico, como si fuesen grandes
hojas de palmera, sólo que dos o tres veces más grandes, incrustadas en el
camino. Y el olor era insoportable, igual al que se respira cerca de la vieja
casa de Whateley…
Al llegar aquí, el muchacho titubeó y parecía
como si el miedo que le había hecho venir corriendo todo el camino, se
apoderase de él de nuevo. La señora Corey, al no obtener más detalles, se puso
a telefonear a los vecinos. No pasaron dos minutos cuando empezó a expandir el
pánico, anticipando nuevos y mayores horrores por toda la comarca.
Cuando llamó a Sally Sawyer –ama de llaves en
la granja de Seth Bishop, la finca más próxima a la de los Whateley–, le tocó
escuchar en lugar de hablar, pues el hijo de Sally, Chauncey, que no podía dormir,
había subido por la ladera en dirección a la casa de los Whateley y bajó
corriendo a toda prisa aterrado de espanto, porque echó una mirada a la granja
y al pastizal donde habían pasado la noche las vacas de los Bishop.
–Sí, señora Corey –dijo Sally con voz trémula
desde el otro lado del hilo telefónico–. Chauncey acaba de regresar
despavorido, casi no podía hablar del miedo que traía. Dice que la casa entera
del viejo Whateley ha volado por los aires y que hay un montón de restos de
madera desperdigados por el suelo, como si hubiese estallado una carga de
dinamita en su interior. Apenas queda otra cosa que el suelo de la planta baja,
pero está enteramente cubierto por una especie de sustancia viscosa que huele
horriblemente y corre por el suelo hasta donde están los trozos de madera
desparramados. En el corral hay unas huellas espantosas, unas tremendas huellas
de forma circular, más grandes que la tapa de un tonel, y todo está lleno de
esa sustancia pegajosa que se ve en la casa destruida. Chauncey dice que el
reguero llega hasta el pastizal, donde hay una franja de tierra aplastada mucho
más grande que un establo y que por todos los sitios se ven bardas de piedra destruidas
y regadas por el suelo.
–Chauncey dice, señora Corey, que se quedó
aterrado a la vista de las vacas de Seth. Las encontró en los pastizales altos,
muy cerca de Devil’s Hop Yard, pero daba pena verlas. La mitad estaban muertas
y las demás les habían chupado la sangre. Tenían unas llagas igualitas a las
que le salieron al ganado de Whateley a partir del día en que nació el rapaz
hijo de Lavinia. Seth ha salido a ver cómo están las vacas, aunque dudo mucho
que se acerque a la granja del brujo Whateley. Chauncey no se paró a mirar qué dirección
seguía el gran sendero aplastado una vez pasado el pastizal, pero cree que se
dirigía hacia el camino del barranco que lleva al pueblo.
–Créame
lo que le digo, señora Corey, hay algo suelto por ahí que no me augura nada
bueno. Pienso que Wilbur Whateley –que tuvo el horrendo fin que merecía– está
detrás de todo esto. No era un ser enteramente humano, y conste que no es la
primera vez que lo digo. El viejo Whateley debía estar criando algo aún menos
humano que él en esa casa toda tapiada con clavos. Siempre han existido seres
invisibles merodeando por Dunwich, seres invisibles que no tienen nada de
humano ni presagian nada bueno.
–La
tierra estuvo hablando anoche y, cerca del amanecer, Chauncey oyó a las
chotacabras armar un griterío en el barranco de Cold Spring que no lo dejaron
dormir nada. Luego le pareció escuchar otro ruido débil hacia donde está la
granja del brujo Whateley. Una especie de rotura o crujido de madera, como si
alguien abriese a lo lejos una gran caja o embalaje de madera. Entre unas cosas
y otras, no logró dormir hasta bien entrado el día. Hoy se propone volver a la
finca de los Whateley a ver qué sucede por allí. Pero ya ha visto suficiente,
se lo digo yo, señora Corey. No sé qué pasara, aunque no se presagia nada
bueno. Los hombres deberían organizarse e intentar hacer algo. Todo esto es
verdaderamente espantoso, y creo que se acerca mi turno. Sólo Dios sabe qué va
a pasar.
–¿Le ha dicho algo Luther sobre la dirección
que seguían las gigantescas huellas? ¿No? Pues bien, señora Corey, si estaban
en este lado del camino del barranco y todavía no se han dejado ver por su
casa, supongo que deben haber descendido hasta el fondo del barranco, ¿dónde,
si no, podrían estar? Siempre he dicho que el barranco de Cold Spring no es un
lugar saludable, no me inspira la menor confianza. Los chotacabras y las luciérnagas
que hay en sus entrañas no parecen criaturas de Dios. Hay quienes dicen que,
allá abajo, pueden oírse extraños ruidos y murmullos si uno se pone a escuchar
en el lugar apropiado, que es entre la cascada y la Guarida del Oso.
A eso del mediodía, las tres cuartas partes
de los hombres y jóvenes de Dunwich salieron a dar un recorrido por los caminos
y prados que había entre las recientes ruinas de lo que fue la finca de los
Whateley y el barranco de Cold Spring. Quedaron aterrados cuando vieron las grandes
y monstruosas huellas, las agonizantes vacas de Bishop, la vegetación aplastada
y pulverizada por los campos, y toda la misteriosa y apestosa desolación que
reinaba sobre el lugar.
Fuese cual fuese el mal que se había desatado
sobre la comarca, era seguro que se encontraba en el fondo de aquel enorme y
tenebroso barranco, pues todos los árboles de las laderas estaban doblados o
tronchados, y una gran avenida se había abierto entre la maleza que crecía en
el precipicio. Daba la impresión de que una avalancha hubiese arrastrado con
toda la casa, colocándola en la profundidad de ese siniestro lugar.
Ningún ruido llegaba del fondo del barranco,
tan sólo se percibía un lejano e indefinible hedor. No fue extraño que los
hombres prefirieran quedarse al borde del precipicio y se pusieran a discutir,
en lugar de bajar y meterse de lleno en el cubil de aquel desconocido horror
ciclópeo.
Tres perros que acompañaban al grupo se
lanzaron a ladrar furiosamente en un primer momento, pero una vez al borde del
barranco cesaron de hacerlo, parecían amedrentados e intranquilos. Alguien
llamó por teléfono al Aylesbury Chronicle
para comunicar la noticia, pero el director, acostumbrado de oír las más
increíbles historias procedentes de Dunwich, se limitó a redactar un artículo
humorístico sobre el tema, artículo que posteriormente sería reproducido por la
Associated Press.
Aquella noche todos los vecinos de Dunwich y
su comarca se reunieron solidariamente para enfrentar cualquier situación y
también para cuidar a todos los animales del pueblo. Esa noche ni una sola
cabeza de ganado estuvo en los pastizales.
Hacia las dos de la mañana, un irrespirable
hedor broto del barranco. Los ladridos furiosos de los perros despertaron a la familia
de Elmer Frye, cuya granja se hallaba situada al extremo este del barranco de
Cold Spring, y todos coincidieron en que habían oído afuera una especie de
chapoteo o golpe seco. La señora Frye propuso telefonear inmediatamente a los
vecinos, pero cuando su marido estaba a punto de decirle que lo hiciese, se oyó
un crujido de madera que vino a interrumpir sus deliberaciones. Al parecer, el
ruido procedía del establo, y fue acompañado con escalofriantes mugidos y
pataleos de las vacas.
Los perros arrojaron espuma por el hocico y, despavoridos
de terror, se acurrucaron a los pies de los miembros de la familia Frye. El
dueño de la casa, movido por la fuerza de la costumbre, encendió un farol, pero
sabía bien que salir hacia el oscuro corral significaba la muerte. Los niños y
las mujeres lloriqueaban, pero evitaban hacer ruido obedeciendo a algún oscuro
y atávico sentido de conservación que les decía que sus vidas dependían del
silencio absoluto.
Finalmente, el ruido del ganado disminuyó
hasta no pasar de lastimeros mugidos, seguidos de una serie de chasquidos,
crujidos y fragores impresionantes. Los Frye, apiñados en el salón, no se
atrevieron a moverse para nada hasta que no se desvanecieron los últimos ecos dentro
del barranco de Cold Spring. Luego, entre los débiles mugidos que seguían
saliendo del establo y los endiablados chirridos de los últimos chotacabras,
que permanecían despiertos en el fondo del barranco, Selina Frye se acercó,
tambaleándose, al teléfono y difundió a los cuatro vientos cuanto sabía sobre
la segunda fase del horror.
Al día siguiente, la comarca entera era presa
de un pánico atroz. A lo lejos podían verse grupos de personas que se acercaban
atemorizadas y silenciosas hasta el lugar donde se había producido el horripilante
acontecimiento nocturno. Dos impresionantes franjas de destrucción se extendían
desde el barranco hasta la granja de Frye. Además, unas monstruosas huellas
cubrían la tierra desprovista de toda vegetación y, para formar un escenario
monstruoso, una fachada del viejo establo que estaba pintado de rojo, se
hallaba tirada por el suelo. De los animales, sólo se logró encontrar e
identificar a la cuarta parte. Algunas de las vacas estaban pulverizadas en
pequeños fragmentos, mientras que las que sobrevivieron no hubo más remedio que
sacrificarlas.
Earl Sawyer propuso ir en busca de ayuda a
Arkham o Aylesbury, pero muchos rechazaron su propuesta por estimarla inútil.
El anciano Zebulón Whateley, de una rama de la familia que se hallaba entre el
sano juicio y la degradación, aventuró, de forma impresionante, que lo mejor
sería celebrar rituales en las cumbres montañosas. Siempre se habían observado
escrupulosamente en su familia las tradiciones y sus recuerdos de cantos en los
grandes círculos de piedra, no tenían nada que ver con lo que pudieran haber
hecho Wilbur y su abuelo.
La noche cayó sobre la consternada comarca de
Dunwich, que permanecía demasiado pasiva para lograr una eficaz defensa contra
la amenaza que aparecía frente a los habitantes. En algunos casos, las familias
con estrechos vínculos, se cobijaron bajo un mismo techo para estar alertas en
medio de la densa oscuridad, pero, por lo general, volvieron a presenciar las
escenas del levantamiento de barricadas de la noche anterior y también los
fútiles e ineficaces gestos de cargar los herrumbrosos mosquetes para colocar
las horcas al alcance de la mano. Sin embargo, aquella noche no aconteció nada
nuevo, salvo uno que otro ruido intermitente en la montaña. Al despuntar el día,
muchos confiaban en que el nuevo horror hubiese desaparecido con igual presteza
con la que se presentó. Incluso había algunos espíritus temerarios que
proponían lanzar una expedición de castigo al fondo del barranco, aunque esta
situación se consideraba aventurera, los pobladores no quisieron arriesgar su
pellejo ni su alma.
Al caer de nuevo la noche, se repitieron las
escenas de las barricadas, sólo que esta vez fueron menos las familias que se
agruparon bajo un mismo techo. A la mañana siguiente, tanto en la granja de
Frye como en la de Bishop, pudo advertirse cierta agitación entre los perros.
Se percibieron fétidos olores e indefinidos sonidos llegaban de la lejanía,
mientras que los expedicionarios más madrugadores se horrorizaron al ver de
nuevo las monstruosas huellas en el camino que limitaba Sentinel Hill.
Al igual que en ocasiones anteriores, los
bordes del camino estaban aplastados, indicio de que por allí había pasado el
imponente y monstruoso horror infernal que asolaba la comarca. Esta vez la
conformación de las huellas, sugerían que había marchado en ambas direcciones,
como si una montaña movediza hubiese salido del barranco de Cold Spring para
regresar, posteriormente, por la misma senda.
Al pie de la montaña podía verse una franja
de unos treinta pies de ancho, repleta de matorrales y arbolillos aplastados. Quienes
vieron tan macabro escenario, no salían de su asombro al comprobar que ni
siquiera las más empinadas pendientes hacían torcer la trayectoria del
inexorable sendero. Fuese lo que fuese, aquel horror podía escalar paredes de
roca desnuda, que fueron cortadas a pico.
Los expedicionarios optaron por subir a la
cima por una ruta más segura. Sin embargo, al seguir el camino, encontraron que
una vez arriba terminaban las huellas… o, mejor dicho, daban la vuelta. Era
precisamente allí, en la cumbre de Sentinel Hill, donde los Whateley solían
celebrar sus diabólicas hogueras y entonar sus infernales rituales ante la
piedra con forma de mesa en las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos los
Santos. Ahora, la piedra constituía el centro de una amplia extensión de
terreno arrasado por el horror de la montaña, mientras que encima de su
superficie –que era ligeramente cóncava– podía verse una masa espesa y fétida
de la misma sustancia pegajosa que había en el piso de la derruida granja de
los Whateley.
Los hombres se miraron unos a otros y se
susurraron algo al oído. Después, dirigieron la mirada hacia abajo. Al parecer,
el horror había descendido prácticamente por el mismo sendero por el que había
ascendido. Sobraba toda especulación. La razón, la lógica y las ideas normales
que pudieran ocurrírseles se hallaban sumidas en el más completo marasmo. Sólo
el anciano Zebulón, que no iba acompañando al grupo, habría sabido apreciar, en
su justo término, la situación o simplemente hallar una posible explicación a
todo ello.
La noche del jueves comenzó igual que todas
las anteriores, pero acabó bastante peor. Los chotacabras del barranco no
pararon de chirriar ni un momento y armaron tal estrépito que, muchos de los vecinos
de Dunwich que no lograron conciliar el sueño a las 3 de la madrugada,
escucharon el sonido trémulo de los teléfonos de toda la localidad.
Quienes descolgaron el auricular oyeron una
voz aterradora que gritaba con tono desgarrador “¡Socorro! ¡Dios mío!…”, algunos
creyeron escuchar un estruendo y después ni un sonido más. Nadie se atrevió a
salir sino hasta la mañana siguiente, cuando no se supo de dónde procedía la
llamada.
Todos los que escucharon el mensaje, decidieron
comunicarse por teléfono, advirtiendo que únicamente los Frye no contestaban.
La verdad se descubrió al cabo de una hora cuando, tras juntarse a toda prisa,
un grupo de hombres armados se dirigió a la finca de los Frye, que
sorprendentemente se encontraba en la boca misma del barranco. Lo que allí se
veía era espantoso, pero en modo alguno constituía un gran asombro: había
nuevas franjas aplastadas y huellas monstruosas. La casa de los Frye se había
hundido como si del cascarón de un huevo se tratase y, entre las ruinas, no
pudo encontrarse resto alguno. Sólo un insoportable hedor y una gran
viscosidad. La familia Frye había sido por completo borrada de la faz de
Dunwich.