VI
El verdadero horror de Dunwich tuvo lugar
entre la Fiesta de la Recolección de la Cosecha y el equinoccio de 1928, siendo
el doctor Armitage uno de los testigos presenciales de su abominable prólogo.
Había oído hablar del esperpéntico viaje que Whateley había hecho a Cambridge y
de sus intentos desesperados por sacar el ejemplar del Necronomicón que se conservaba en la biblioteca Widener, de la
Universidad de Harvard. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano, pues Armitage
había puesto en estado de alerta a todos los bibliotecarios que tenían a su
cargo la custodia de un ejemplar del arcano volumen. Wilbur se había mostrado
asombrosamente nervioso en Cambridge, estaba ansioso por conseguir el libro y, como
si temiera las consecuencias de una larga ausencia, añoraba volver a casa.
A principios de agosto se produjo un
acontecimiento muy extraño. En la madrugada del tercer día de dicho mes, el
doctor Armitage fue despertado bruscamente por los desgarradores y feroces
ladridos del imponente perro guardián que había a la entrada del recinto
universitario. Los estridentes y terribles gruñidos alternaban con
desgarradores aullidos y ladridos, como si el perro tuviese rabia. Los ruidos aumentaban,
pero mientras pasaba el tiempo se entrecortaban, dejando entre sí pausas
terriblemente significativas.
Al poco tiempo, se escuchó un pavoroso grito
de una garganta totalmente desconocida, un grito que despertó a gran parte de
los habitantes que dormían durante aquellas horas en Arkham y que, en lo
sucesivo, el hecho les asaltaría continuamente en sus sueños: era un grito que
no provenía de ningún ser nacido en la tierra o morador de ella.
Armitage se vistió rápidamente y salió
corriendo hacia los paseos y jardines, hasta llegar a los edificios
universitarios, donde pudo ver que otros se le habían adelantado. Aún se oían
los retumbantes ecos de la alarma antirrobos de la biblioteca. A la luz de la
Luna, se observaba una ventana abierta de par en par, mostrando las abismales
tinieblas que encerraba. Quienquiera que hubiese intentado entrar, había
logrado su propósito, pues los ladridos y gritos –que pronto acabarían
confundiéndose en una sorda profusión de aullidos y gemidos– procedían
indudablemente del interior del edificio. Un sexto sentido le hizo entrever a
Armitage que lo que sucedía dentro de la biblioteca, no era algo que pudieran
contemplar ojos sensibles y, con gesto autoritario, mandó retroceder a la
muchedumbre que estaba congregada en el sitio. Después de alejar a las
personas, tomó valor y abrió la puerta del vestíbulo.
Entre los allí reunidos, vio al profesor
Warren Rice y al doctor Francis Morgan, a quienes tiempo atrás había hecho
partícipes de algunas de sus conjeturas y temores. Así que con la mano les hizo
una señal para que lo siguieran al interior. Los sonidos que salían del lugar,
habían disminuido casi por completo, salvo los monótonos gruñidos del perro,
aunque Armitage dio un brusco respingo al advertir que, entre la maleza, un
ruidoso coro de chotacabras había comenzado a entonar sus chirridos endiabladamente
rítmicos, como si marcharan al unísono con los últimos estertores de un ser
agonizante.
En el edificio entero reinaba un insoportable
hedor que le resultaba demasiado familiar a Armitage, quien, en compañía de los
dos profesores, se lanzó corriendo por el vestíbulo hasta llegar a la salita de
lectura de temas genealógicos de donde salían los sordos gemidos. Por espacio
de unos segundos, nadie se atrevió a encender la luz por temor, hasta que
Armitage, armándose de valor, apretó al interruptor. Uno de los tres hombres
–¿cuál? No se sabe– emitió un estridente alarido ante lo que se veía tendido en
el suelo sin importar que se encontrara entre un revoltijo de mesas y sillas
volcadas.
El profesor Rice afirma que durante unos
instantes perdió el sentido. Por fortuna, sus piernas no flaquearon ni llegó a
caerse. En el suelo, encima de un fétido charco de líquido purulento, pegajoso
y de una tonalidad entre amarillenta y verdosa, yacía medio recostado un ser de
casi nueve pies de estatura, al que el perro había desgarrado toda la ropa y
algunos trozos de la piel. Aún no había muerto. Se retorcía de dolor, en medio
de silenciosos espasmos. Su pecho jadeaba al abominable compás de los
estridentes chirridos de las chotacabras que, expectantes, oteaban desde fuera
de la sala. Esparcidos por toda la estancia podían verse trozos de piel de
zapatos, jirones de ropa y, junto a la ventana, estaba una mochila de lona
vacía que, seguramente, aquel gigantesco ser debió arrojar allí.
Junto al pupitre central había un revólver en
el suelo, con un cartucho percutido, pero sin pólvora. Esta arma serviría, posteriormente,
para explicar por qué no había sido disparada. No obstante, aquel ser que yacía
en el suelo, eclipsó un momento cualquier otra imagen que pudiera haber en la
estancia. Sería muy trillado, y no del todo cierto, decir que ninguna pluma
humana podría describirlo, porque no podría visualizarse gráficamente por nadie
cuyas ideas acerca de la fisonomía y el perfil, en general, estuviesen
demasiado apegadas a las formas de vida existentes en nuestro planeta y a las
tres dimensiones conocidas.
No cabía duda de que, en parte, se trataba de
una criatura humana, con manos y cabeza de hombre, pero con el inconfundible
sello de los Whateley: rostro chotuno y sin mentón. El torso y las extremidades
inferiores estaban teratológicamente[1] deformados. Sólo gracias a
una holgada indumentaria pudo aquel ser andar sobre la tierra sin ser molestado
o erradicado de su superficie. Por encima de la cintura, era un ser cuasi antropomórfico,
aunque el pecho, sobre el que aún se hallaban posadas las desgarradoras patas
del perro, tenía el correoso y reticulado pellejo de un cocodrilo o un lagarto.
La espalda tenía un color moteado, entre amarillo y negro, y recordaba
vagamente la escamosa piel de ciertas especies de serpientes. Sin embargo, lo
más monstruoso de todo el cuerpo era la parte inferior: a partir de la cintura
desaparecía toda semejanza con el físico humano y, de manera horripilante,
comenzaba la más desenfrenada fantasía que cabe imaginarse: la piel estaba
recubierta de un frondoso y áspero pelaje negro; del abdomen brotaban un montón
de largos tentáculos, entre grises y verdosos, de los que sobresalían
fláccidamente unas ventosas rojas que podían ser parte de su boca. Su
disposición era de lo más extraño y parecía seguir las simetrías de alguna
geometría cósmica desconocida en la tierra e incluso en el Sistema Solar. En
cada lado de la cadera, hundido en una especie de rosácea y ciliada órbita, se
alojaba lo que parecía ser un rudimentario ojo, mientras que en el lugar donde
suele estar el rabo, le colgaba algo que tenía todo el aspecto de una trompa o
tentáculo, con marcas anulares violetas, y múltiples muestras de tratarse de
una boca o garganta sin desarrollar.
Las piernas, salvo por el pelaje negro que
las cubría, guardaban cierto parecido con las extremidades de los gigantescos
saurios que poblaban la Tierra en tiempos prehistóricos. Además, al final de
estas partes del cuerpo, se encontraban unas carnosidades surcadas de venas que
ni eran pezuñas ni garras.
Cuando respiraba, el rabo y los tentáculos
mudaban rítmicamente de color, como si obedecieran a alguna causa circulatoria. El tono de su piel se caracterizaba por un
tinte verdoso que no era humano. El rabo, por otra parte, tenía un color
amarillento que alternaba con otro blanco grisáceo, también tenía un aspecto
repugnante en los espacios que quedaban entre los anillos de color violeta. No
había rastro de sangre sólo el fétido y purulento líquido verdoso-amarillento,
que corría por el piso más allá del pringoso círculo, dejando tras de sí una
curiosa y descolorida mancha.
La presencia de los tres hombres debió
despertar al agonizante ser. Los escuchó en silencio y comenzó a balbucear sin
siquiera volver ni levantar la cabeza. Armitage no recogió por escrito los
sonidos que profería, pero afirma categóricamente que no pronunció ni una
palabra humana. Al principio, las sílabas desafiaban toda posible comparación
con algún idioma conocido en la Tierra, pero al final articuló fragmentos incoherentes
que, evidentemente, provenían del Necronomicón,
el abominable libro cuya búsqueda iba a costarle la muerte.
Los fragmentos, como los recuerda Armitage,
rezaban más o menos así: “N’gai, n’gha’ ghaa, bugg-shoggog, y’hah; Yog-Sothoth,
Yog-Sothoth…”, desvaneciéndose su voz en el aire mientras las chotacabras
chirriaban en rítmico crescendo de malsana expectación. Luego, se
interrumpieron los jadeos y el perro alzó la cabeza, emitiendo un prolongado y
lúgubre aullido. Un cambio se produjo en la faz amarillenta y chotuna de aquel
ser postrado en el suelo, pues sus grandes ojos negros se hundían pasmosamente dentro
de sus cavidades.
Al otro lado de la ventana, cesó de repente
el griterío que armaban los chotacabras y, por encima de los murmullos de la
muchedumbre congregada, se oyó un frenético zumbido y un horrendo revoloteo.
Recortadas, contra el trasfondo de la Luna, podían verse grandes nubes de vigías
alados, expectantes, alzando el vuelo y huyendo de la vista de las multitudes.
Parecían espantados al ver la presa sobre la que se disponían a lanzarse. De
pronto, el perro dio un brusco respingo, lanzó un aterrador ladrido y se arrojó
precipitadamente por la ventana.
Un alarido salió de la expectante multitud.
Ante tales eventos, Armitage gritaba a los hombres que aguardaban fuera que, en
tanto llegase la policía o el forense, no podían entrar en la sala.
Afortunadamente, las ventanas eran lo suficientemente altas como para que nadie
pudiera asomarse. Para mayor seguridad, echó las oscuras cortinas con sumo
cuidado. Entre tanto, llegaron dos policías. El doctor Morgan los recibió en el
vestíbulo y les instó a que, por su propio bien, aguardasen a entrar en la sala
de lecturas hasta que llegara el forense y pudiera cubrir el hediondo cuerpo
del monstruo.
Mientras esto ocurría, unos cambios realmente
espantosos tenían lugar en aquella gigantesca criatura. No se precisa describir
la clase y proporción de encogimiento y desintegración que se desarrollaba ante
los ojos de Armitage y Rice, pero puede decirse que, aparte de la apariencia
externa de cara y manos, el elemento auténticamente humano de Wilbur Whateley
era mínimo.
Cuando llegó el forense, sólo quedaba una
masa blancuzca y viscosa sobre el suelo entarimado, en tanto que el fétido olor
casi había desaparecido por completo. Por lo visto, Whateley no tenía cráneo ni
esqueleto óseo, al menos tal como los entendemos. En algo había de parecerse a
su desconocido progenitor.