IV
Durante una década, la historia de los
Whateley se mezcló inextricablemente con la existencia general de una comunidad
patológicamente enfermiza, que estaba acostumbrada a su rara conducta y, por
alguna razón, se había vuelto insensible a sus orgiásticas celebraciones de la víspera
de mayo y de todos los santos. Dos veces al año, los Whateley encendían
hogueras en la cima de Sentinel Hill y, en tales fechas, el fragor de la
montaña se reproducía con violencia cada vez más inusitada. Tampoco era extraño
que tuviesen lugar acontecimientos sobrenaturales y portentosos en su solitaria
granja en cualquier otra época del año.
Con el tiempo, los visitantes afirmaron oír
ruidos en la planta alta que permanecía cerrada, incluso escuchaban sonidos en
momentos en los que todos los miembros de la familia estaban abajo. Las
especulaciones nacían y las personas se preguntaban en qué días los Whateley
solían sacrificar una vaca o un ternero. Se hablaba incluso de denunciar el
caso a la Sociedad Protectora de Animales, pero al final no se hizo nada, pues
los vecinos de Dunwich no tenían pruebas y no deseaban que el caso llegara a
otras regiones del mundo.
Hacia 1923, siendo Wilbur un muchacho de diez
años y con una inteligencia, voz, estatura y barba que le daban todo el aspecto
de una persona madura, se inició una segunda etapa de obras de carpintería en
la vieja finca de los Whateley. Las obras tenían lugar en la planta superior, y
por los trozos de madera sobrantes que quedaban en el suelo, la gente dedujo
que el joven y el abuelo habían tirado todos los tabiques y hasta levantado la
tarima del piso, dejando sólo un gran espacio abierto entre la planta baja y el
tejado rematado en pico. Asimismo, habían demolido la gran chimenea central e
instalado, en el herrumbroso espacio que quedó al descubierto, una endeble
cañería de hojalata que daba al exterior.
En la primavera continuaron las obras y el
viejo Whateley advirtió el incremento de chotacabras que, procedentes del
barranco de Cold Spring, acudían por las noches a chillar bajo su ventana.
Whateley atribuyó a la presencia de tales pájaros un significado especial y un
día dijo en la tienda de Osborn que creía cercano su fin:
–Ahora chirrían al ritmo de mi respiración
–dijo–, así que deben estar ya al acecho para lanzarse sobre mi alma. Saben que
pronto va a abandonarme y no quieren dejarla escapar. Cuando haya muerto sabrán
si lo consiguieron o no. En caso de que así sea, no cesarán de chirriar y
proferir risotadas hasta el amanecer. De lo contrario, se callarán. Espero a
esos pájaros y a las almas que atrapan, pues si quieren mi alma les va a costar
lo suyo.
En la noche de la fiesta de la recolección de
la cosecha de 1924, el doctor Houghton, de Aylesbury, recibió una llamada
urgente de Wilbur Whateley, quien se había lanzado a todo galope en medio de la
oscuridad, en el único caballo que aún restaba a los Whateley, con el fin de
llegar lo antes posible al pueblo y telefonear desde la tienda de Osborn. El
doctor Houghton encontró al viejo Whateley en estado agonizante, con un ritmo
cardiaco y una respiración estertórea que presagiaban un final inminente. La
deforme hija albina y el nieto adolescente, pero ya barbudo, permanecían junto
al lecho mortuorio, mientras que del tenebroso espacio que se abría por encima
de sus cabezas llegaba la desagradable sensación de una especie de chapoteo u
oleaje rítmico, algo así como el ruido del mar en una playa de aguas remansas.
Con todo, lo que más le molestaba al médico era el ensordecedor griterío que
armaban las aves nocturnas que revoloteaban en torno a la casa: una verdadera
legión de chotacabras que chirriaba su monótono mensaje y que, por alguna
razón, lo sincronizaban diabólicamente con los entrecortados estertores del
agonizante anciano.
Aquello sobrepasaba decididamente lo
siniestro y lo monstruoso, pensó el doctor Houghton que, al igual que el resto
de los vecinos de la comarca, había acudido de muy mala gana a la casa de los
Whateley en respuesta a la llamada urgente que se le había hecho.
Era madrugada, cerca de la una, cuando el
viejo Whateley recobró la conciencia y, al tiempo que cesaban sus estertores,
balbuceó algunas entrecortadas palabras a su nieto:
–Más espacio, Willy, necesita más espacio,
cuanto antes. Tú creces, pero eso aún crece más deprisa. Pronto te servirá,
hijo. Abre las puertas de par en par a Yog-Sothoth salmodiando el largo canto
que encontrarás en la página 751 de la edición completa, luego préndele fuego a
la prisión. El fuego de la tierra no puede quemarlo.
No cabía duda, el viejo Whateley estaba loco
de remate. Tras una pausa, la bandada de chotacabras que permanecían fuera de
la casa, sincronizaron sus chirridos al nuevo ritmo jadeante de la respiración
del anciano. Pudieron oírse ruidos extraños, parecidos a quejidos que venían de
algún lugar remoto de las montañas. Aún tuvo fuerzas para pronunciar una o dos
frases más.
–No dejes de alimentarlo, Willy, y ten
presente la cantidad en todo momento. Pero no dejes que crezca deprisa, sería
malo para el lugar, pues si revienta en pedazos o sale antes de que abras a
Yog-Sothoth, no habrán servido de nada todos los esfuerzos. Sólo los que vienen
del más allá pueden hacer que se reproduzca y surta efecto… Sólo ellos, los
ancianos que quieren volver…
Pero tras las últimas palabras, continuaron
los estertores del viejo Whateley. Lavinia no soportó ver tanto sufrimiento y
lanzó un pavoroso grito al ver cómo el escándalo de los chotacabras se
modificaba para adaptarse al nuevo ritmo de la respiración. No hubo ningún
cambio durante una hora, hasta que la garganta del moribundo emitió el postrer
vagido.
El doctor Houghton cerró los arrugados
párpados sobre los resplandecientes ojos grises del anciano, mientras la
barahúnda que armaban los pájaros disminuía por momentos hasta acabar en el
absoluto silencio.
Lavinia no cesaba de sollozar, en tanto que
Wilbur se echó a reír hasta rebotar su eco en el débil fragor de la montaña.
–No han conseguido atrapar su alma –susurró
Wilbur con su potente voz de bajo.
Para entonces, él era ya un estudioso de
impresionante erudición –si bien a su parcial manera–, y empezaba a ser
conocido por la correspondencia que mantenía con numerosos bibliotecarios de lugares
remotos, en donde se guardaban libros raros y misteriosos de épocas pasadas. Al
mismo tiempo, cada vez se le detestaba y temía más en la comarca de Dunwich por
la desaparición de ciertos jóvenes, ya que todas las sospechas confluían, difusamente,
en el umbral de su casa. Pero siempre se las arregló para silenciar las
investigaciones, ya fuese mediante el recurso de la intimidación o echando mano
del caudal de antiguas monedas de oro que, al igual que en tiempos de su
abuelo, salían de forma periódica y en cantidades crecientes para la compra de
cabezas de ganado. Daba toda la impresión de ser una persona madura, pues su
estatura, una vez alcanzado el límite normal de la edad adulta, parecía que
fuese a seguir aumentando sin límite.
En 1925, lo visitó un sujeto de la
Universidad de Miskatonic con quien mantenía correspondencia. Sin embargo,
nadie sabe qué es lo que vio, porque los habitantes presenciaron que el sujeto
abandonó la casa con una cara lívida, desconcertado de la reunión que sostuvieron.
Wilbur medía ya sus buenos seis pies y tres cuartos y, con el paso de los años,
fue tratando a su semideforme y albina madre con un desprecio cada vez mayor,
hasta llegar a prohibirle que lo acompañara a las montañas en las fechas de la víspera
de mayo y de todos los santos.
En 1926, la infortunada madre le dijo a Mamie
Bishop que su hijo le inspiraba miedo.
–Sé multitud de cosas acerca de él que me
gustaría poder contarte, Mamie –le dijo un día–, pero últimamente pasan muchas
cosas que incluso yo ignoro. Juro por Dios que ni yo sé lo que quiere mi hijo
ni lo que trata de hacer.
En aquella época, justamente en la víspera de
todos los santos, los ruidos de la montaña resonaron con un inusitado furor y,
al igual que todos los años, pudo verse el resplandor de las llamaradas en la
cima de Sentinel Hill, era un suceso escabroso. Sin embargo, la gente prestó
más atención a los chirridos rítmicos de enormes bandadas de chotacabras
–extrañamente retrasados para la época del año en que se encontraban–, que
parecían congregarse en las inmediaciones de la granja de los Whateley. Pasada
la medianoche, sus estridentes notas estallaron en una especie de infernal
barahúnda que pudo oírse por toda la comarca y, misteriosamente, no cesaron con
su ensordecedor griterío hasta el amanecer. Después desaparecieron con aleteos
veloces, dirigiéndose hacia el sur, donde llegaron con un mes de retraso
respecto a la fecha normal. Lo que significaba tamaño estruendo, porque nadie supo
con certeza lo sucedido hasta que pasó mucho tiempo. En cualquier caso, aquella
noche no murió nadie en toda la comarca, pero jamás volvió a verse a la
infortunada Lavinia Whateley, la deforme y albina madre de Wilbur.
En el verano de 1917, Wilbur reparó dos
cobertizos que había en el corral y comenzó a trasladar a ellos sus libros y
efectos personales. Al poco tiempo, Earl Sawyer dijo en la tienda de Osborn que
en la granja de los Whateley habían vuelto a emprenderse obras de carpintería.
Wilbur se aprestaba a tapar todas las puertas y ventanas de la planta baja, y
daba la impresión de que estuviese tirando todos los tabiques, tal como su
abuelo y él hicieron en la planta superior cuatro años atrás.
Se había instalado en uno de los cobertizos y,
según Sawyer, tenía un aspecto un tanto preocupado y temeroso. La gente de la
localidad sospechaba que sabía algo acerca de la desaparición de su madre. Eran
pocos los que se atrevían a rondar por las inmediaciones de la granja de los
Whateley. Por aquel entonces, Wilbur sobrepasaba ya los siete pies de altura y
nada indicaba que fuese a dejar de crecer.