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Al final, los tres investigadores de Arkham
–el doctor Armitage, de canosa barba; el profesor Rice, rechoncho y de cabellos
plateados; y el doctor Morgan, delgado y de aspecto juvenil– acabaron subiendo
solos la montaña.
Tras
instruir con suma paciencia a los aldeanos sobre cómo enfocar y utilizar el
catalejo, lo dejaron con el atemorizado grupo que se quedó en el camino. A
medida que subían aquellos tres hombres, los aldeanos fueron pasando el
instrumento de mano en mano para poder verlos con claridad. La subida era ardua
y, en más de una ocasión, tuvieron que ayudar a Armitage. Muy por encima del
esforzado grupo expedicionario, el gran sendero abierto en la montaña retumbaba
como si su infernal creador volviera a pasar por él con apremiante alevosía.
Así pues, era patente que los perseguidores cobraban terreno.
Curtis
Whateley –de la rama no degenerada de los Whateley– era quien miraba por el
catalejo cuando los investigadores de Arkham se desviaron del sendero. Curtis
dijo al resto del grupo que, sin duda, los tres hombres trataban de llegar a un
pico inferior desde el que se divisaba el sendero. Ese sitio estaba muy por
encima de donde se estaba aplastando la vegetación en aquellos momentos. Y así
fue en realidad, pues los expedicionarios alcanzaron la pequeña elevación al
poco tiempo de que el invisible monstruo pasara por allí. Luego, Wesley Corey,
que a la sazón miraba por el objetivo, gritó con todas sus fuerzas que Armitage
se había puesto a ajustar el pulverizador que llevaba Rice. Todo indicaba que
algo iba a ocurrir de un momento a otro.
El
desasosiego empezó a cundir entre el grupo del camino, porque, según les habían
dicho, el pulverizador debería hacer visible por unos instantes al desconocido
horror. Dos o tres hombres cerraron los ojos, en tanto que Curtis Whateley
arrebató el catalejo a Wesley y lo dirigió hacia el punto más distante posible.
Pudo ver que Rice, desde el lugar de observación en que se encontraban los
expedicionarios –por encima y justo detrás del monstruoso ser–, tenía una
excelente oportunidad para intentar diseminar los potentes polvos de
prodigiosos efectos. El resto de los que estaban en el camino sólo pudieron ver
el fugaz resplandor de una nube grisácea –una nube del tamaño de un edificio
relativamente alto–, de similar tamaño a la cima de la montaña.
Curtis,
quien era eel que miraba por el catalejo en aquellos momentos, lo dejó caer sobre
el barro que les cubría hasta los tobillos, mientras lanzaba un grito
aterrador. Se tambaleó, y habría caído al suelo de no ser por dos o tres
compañeros que lo ayudaron y lo sostuvieron en pie. Un casi inaudible gemido
era lo único que salía de sus labios.
–¡Oh, oh,
Dios Todopoderoso!… Eso… eso… Luego se organizó un auténtico pandemónium, pues
todos querían preguntar a la vez, y sólo Henry Wheeler se ocupó de recoger el
catalejo caído en tierra y de limpiarle el barro. Curtis seguía diciendo
incoherencias y ni siquiera conseguía dar respuestas.
–Es mayor
que un establo… todo hecho de cuerdas retorcidas… Tiene una forma parecida a un
huevo de gallina, pero es enorme, con una docena de patas… como grandes toneles
medio cerrados que se echaran a rodar…. No se ve que tenga nada sólido… es de
una sustancia gelatinosa y está hecho de cuerdas sueltas y retorcidas, como si
las hubieran pegado… Tiene infinidad de enormes ojos saltones… diez o veinte
bocas o trompas que le salen por todos los lados, grandes como tubos de
chimenea, y no paran de moverse: abriéndose y cerrándose continuamente… todas
grises, con una especie de anillos azules o violetas… ¡Dios del cielo! ¡Y ese
rostro semihumano!
El
recuerdo de esto último, resultó demasiado fuerte para el pobre Curtis, quien
perdió el sentido antes de poder articular una palabra más.
Fred Farr
y Will Hutchins lo trasladaron a un lado del camino, dejándolo tendido sobre la
hierba húmeda. Henry Wheeler, temblando, cogió entre las manos el catalejo y lo
enfocó hacia la montaña, intentaba saber lo que pasaba. A través del objetivo,
podían verse tres figuras pequeñas que ascendían, con la rapidez con que se lo
permitía la abrupta pendiente, hacia la cumbre. Eso era todo cuanto veía, ni
más ni menos. Luego, todos percibieron, a sus espaldas, un raro e intempestivo
ruido que procedía del fondo del valle,
incluso salía de la misma maleza de Sentinel Hill. Era el griterío que
armaba una legión de chotacabras y en su estridente coro parecía un corazón
agitado, latiendo con una tensa y maligna expectación.
Earl
Sawyer tomó el catalejo y dijo que se veía a las tres figuras de pie en la
cumbre más alta, prácticamente al mismo nivel del altar de piedra, pero todavía
a considerable distancia de éste. Uno de los hombres, dijo Earl Sawyer, parecía
alzar los brazos por encima de su cabeza a intervalos rítmicos y, al decir esto,
los demás creyeron oír, a lo lejos, un tenue sonido cuasi musical, como si una
ruidosa salmodia acompañara sus gestos. La extraña silueta en aquel lejano pico,
debía constituir todo un grotesco e impresionante espectáculo, pero ninguno de
los presentes se sentía con humor para hacer consideraciones estéticas.
–Me
imagino que ahora están entonando el conjuro –dijo Wheeler en voz baja,
mientras arrebataba el catalejo de las manos de Sawyer.
Mientras
tanto, los chotacabras chirriaban con singular estridencia y a un ritmo
curiosamente irregular. Los sonidos no guardaban ningún parecido con las
modulaciones del ritual. De repente, la luz del Sol disminuyó sin que, a
primera vista, se debiera a la acción de ninguna nube. Era un fenómeno
realmente singular, y así lo apreciaron todos. Parecía como si en el interior
de las montañas estuviera gestándose un estrepitoso fragor, extrañamente acorde
con otro ruido que vendría del firmamento. Un relámpago rasgó el aire y los
asombrados hombres buscaron, en vano, los indicios de la tormenta. La salmodia
que entonaban los investigadores de Arkham, llegaba nítidamente hasta ellos.
Wheeler vio a través del catalejo, cómo los tres hombres levantaban sus brazos mientras
lanzaban las palabras del conjuro.
Podía
oírse, asimismo, el furioso ladrido de los perros en una granja lejana. Los cambios
en las tonalidades de la luz solar fueron cada vez mayores, y los hombres
apiñados en el camino, seguían mirando el horizonte, estaban perplejos. Unas
tinieblas violáceas aparecieron e inundaron el cielo y las colinas con una densa oscuridad. Después
un relámpago volvió a rasgar el cielo, era más deslumbrante que el anterior. Todos
creyeron ver cómo se levantaba una especie de nebulosidad sobre el altar de
piedra, allá en la lejana cumbre. Nadie utilizaba el catalejo en aquellos
instantes.
Los
chotacabras seguían emitiendo sus chirridos irregulares, mientras los hombres
de Dunwich se preparaban, en medio de una gran tensión, para enfrentarse con la
imponderable amenaza que parecía rondar por la atmósfera. De repente, y sin que
nadie lo esperara, el grupo de espectadores escuchó sonidos vocálicos sordos,
cascados y roncos que jamás olvidarían. Sin embargo, aquellos sonidos no podían
proceder de ninguna garganta humana, pues los órganos vocales del hombre no son
capaces de producir semejantes atrocidades acústicas. Más bien se diría que
habían salido del mismo Averno, si no fuese demasiado evidente que su origen se
encontraba en el altar de piedra de Sentinel Hill.
Casi es
erróneo llamar sonidos a semejantes atrocidades, porque su timbre era
extremadamente bajo y horrible. Además, se dirigían más a lóbregos focos de la
consciencia que al oído; aunque deben calificarse como sonidos, pues podían ser
interpretadas como palabras semiarticuladas. Eran unos ecos estruendosos –semejantes
a los fragores de la montaña, o truenos resonantes–, pero no procedían de ser
visible alguno. Y como la imaginación es capaz de sugerir las más descabelladas
suposiciones en cuanto a los seres invisibles se refiere, los hombres agrupados
al pie de la montaña, se juntaron todavía más, y se echaron hacia atrás como si
temiesen que fuera a alcanzarlos un golpe fortuito.
–Ygnaiih…
ygnaiih… thflthkh’ngha… Yog-Sothoth… –sonaba el horripilante graznido
procedente del espacio–. Y’bthnk… h’ehye… n’grkdl'lh…
En aquel
momento, quienquiera que fuese el que hablase, pareció titubear, como si
estuviera enfrentando una pavorosa pelea espiritual en su interior. Henry
Wheeler volvió a enfocar el catalejo, pero tan sólo divisó a las tres figuras
humanas grotescamente recortadas en la cima de Sentinel Hill, no paraban de
agitar los brazos, los movían a un ritmo frenético, formulando gestos extraños,
como si la ceremonia del conjuro estuviese culminando.
¿De qué
lóbregos, terroríficos y diabólicos avernos, custodiados por Aqueronte; de qué
insondables abismos de conciencia extracósmica; de qué sombría y secularmente
latente estirpe infrahumana procedían aquellos semiarticulados sonidos: medio
graznidos, medio truenos? De repente, volvían a oírse con renovado ímpetu y
coherencia al acercarse a su máximo, final y más desgarrador frenesí.
–Eh-ya-ya-ya-yahaah-e’yayayayaaaa…
ngh’aaaaa… ngh’aaa h’yuh… ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!… pp-pp-pp-¡PADRE! ¡PADRE!
¡YOG-SOTHOTH!
Eso fue
todo. Los aldeanos quedaron con rostros lívidos mientras aguardaban en el
camino. No salieron de su estupor ante las palabras indiscutiblemente inglesas
que habían resonado, profusa y atronadoramente, en el enfurecido y vacío
espacio que había junto a la asombrosa piedra altar. Sabían que no volverían a escucharlas.
Al punto, que tuvieron que dar un violento respingo ante la terrorífica
detonación que pareció desgarrar la montaña: un estruendo ensordecedor e
imponente, cuyo origen –ya fuese en el interior de la tierra o en los cielos– nadie
supo localizar.
Un único
rayo cayó, desde el cenit violáceo, sobre la piedra altar. Además, una
gigantesca ola de inconmensurable fuerza e indescriptible hedor, bajó desde la
montaña, bañando la comarca entera. Árboles, maleza y diferentes hierbas fueron
arrasados por la furiosa contienda. Los despavoridos aldeanos del grupo se
encontraba al pie de la montaña, debilitados por el letal hedor que casi
llegaba a asfixiarlos, estuvieron a punto de caer rodando por el suelo.
En la
lejanía se oía el furioso ladrido de los perros. En los prados y el follaje se
observaba cómo se marchitaba la naturaleza, cobrando una extraña y enfermiza tonalidad
grisáceo-amarillenta. En los campos y bosques caían muertos los chotacabras. El
hedor desapareció al poco tiempo, pero la vegetación no volvió a brotar con
normalidad. Incluso hoy sigue percibiéndose una extraña y nauseabunda sensación
ante las plantas que crecen en las inmediaciones de aquella montaña de infausto
recuerdo.
Curtis
Whateley comenzaba a volver en sí cuando vio descender lentamente a los tres
hombres de Arkham. Los rayos de un Sol cada vez más resplandeciente e
inmaculado golpeaba en sus rostros. Su semblante era grave y calmado, parecían
consternados por lo que acababan de presenciar. El asunto era de naturaleza
mucho más angustiosa que las cosas que habían reducido al grupo de aldeanos a
un estado de postración y acobardamiento.
En
respuesta a la lluvia de preguntas que cayó sobre ellos, los tres
investigadores se limitaron a sacudir la cabeza y a reafirmar un hecho de vital
importancia.
–El
monstruo ha desaparecido para siempre –dijo Armitage–. Ha vuelto al seno de lo
que era en un principio. Ya no puede volver a existir. Era una monstruosidad en
un mundo normal. Sólo en una mínima parte estaba compuesto de materia, en
cualquiera de las acepciones de la palabra. Era igual que su padre, y una gran
parte de su ser ha vuelto a fundirse con él en algún reino o dimensión
desconocido, más allá de nuestro universo material. Lo hemos enviado a algún abismo
desconocido, del que sólo los más endiablados ritos de la maldad humana le
permitirían salir tras invocarlo por unos momentos en las cumbres montañosas.
Luego de
escuchar sus palabras, se hizo un breve silencio. Los sentidos del infortunado
Curtis Whateley volvieron poco a poco, hasta formar una especie de continuidad.
Sin embargo, cuando se llevó las manos a la cabeza, soltó un gemido sordo. La
memoria lo traicionaba y lo regresaba al recuerdo de aquella bestia, el terror volvió
a invadirlo con la horrorosa visión y lo hizo desfallecer.
–¡Oh, oh,
Dios mío, aquel rostro semihumano… aquel rostro semihumano!… Aquel rostro de
ojos rojos; ser albino con pelo ensortijado, sin mentón, igual que los
Whateley… Era un pulpo, un ciempiés, una especie de araña, pero tenía una cara
de forma semihumana encima de todo, se parecía al brujo Whateley, sólo que
medía yardas y yardas y yardas…
Exhausto,
enmudeció. El grupo entero de aldeanos, por otra parte, lo miraba fijamente con
una perplejidad aterradora. Sólo entonces el viejo Zebulón Whateley, a quien
solían venirle a la cabeza antiguos recuerdos, pero que no había abierto la
boca hasta el momento, dijo en voz alta:
–Hace
quince años –se puso a divagar–, oí decir al viejo Whateley que un día oiríamos
al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel
Hill…
Pero Joe
Osborn lo interrumpió para volver a preguntar a los hombres de Arkham:
–Pero
¿qué era, después de todo, y cómo logró el joven brujo Whateley llamarlo para
que acudiera de los espacios?
Armitage
escogió sus palabras cuidadosamente a la hora de contestar.
–Era…
bueno… era sobre todo una fuerza que no pertenece a la zona que habitamos del
espacio sideral, una fuerza que actúa, crece y obedece a distintas leyes que
rigen nuestra naturaleza. A ninguno de nosotros se nos ocurre invocar a tales
seres del exterior, sólo lo intentan las personas y los cultos más abominables.
Algo de ello puede decirse de Wilbur Whateley, algo que basta para hacer de él
un ser demoníaco y un monstruo precoz y, a su vez, para hacer de su muerte una
escena de patetismo diabólico. Lo primero que pienso hacer es quemar este
maldito diario y, si quieren obrar como hombres prudentes, les aconsejo que
dinamiten cuanto antes la piedra altar que hay en esa cima, echen abajo todos
los círculos de monolitos que se levantan en las restantes montañas. Cosas así
son las que, a la postre, traen a seres como esos de los que tanto gustaban los
Whateley, seres a los que iban a dar forma terrestre para que borraran de la
faz de la Tierra a la especie humana y arrastraran a nuestro planeta al fondo
de algún lugar terrible, con alguna finalidad de naturaleza igualmente
execrable.
–Pero por
cuanto se refiere al ser que acabamos de devolver a su lugar de origen, los
Whateley lo criaron para que desempeñara un terrible papel en los monstruosos
hechos que iban a acontecer. Creció deprisa y se hizo muy grande por las mismas
razones que por las que lo hizo Wilbur, pero lo superó porque contaba con un
componente de mayor exterioridad. Es innecesario preguntar por qué Wilbur lo
llamó para que viniera del espacio… No lo llamó. Era su hermano gemelo, pero se
parecía más a su padre que él.
FIN