Juan Villoro: “Un libro cerrado no es arte” | MÁS LITERATURA

 

Juan Villoro


El bosque, espacio esencial de los cuentos de hadas, es el punto de partida de cualquier libro. De ahí viene la madera con que se hace el papel. Al mismo tiempo, las frondas de los árboles representan un sistema de signos, y ese sitio aislado favorece la imaginación. Ahí moran los elfos de la cultura celta, y en la selva, variante tropical del bosque, los aluxes de la cultura yucateca.

Los hermanos Grimm reunieron sus cuentos bajo el lema: «Entonces, cuando desear todavía era útil». Hubo un tiempo pretérito en que las ilusiones podían cumplirse gracias a los trabajos de los duendes, los hechiceros y las hadas. La literatura busca esa utopía, un mundo intangible donde la eficacia depende del deseo.

En épocas arcaicas, el bosque alemán fue descrito con un sustantivo a un tiempo concreto y metafórico: «madera». De ahí surgió la expresión Holzwege, «sendas de la madera», con la que Martin Heidegger bautizó su libro sobre el origen del arte, escrito en el corazón de la Selva Negra.

El bosque tiene caminos ocultos, no trazados por la ingeniería sino por el uso. En ocasiones esas rutas un tanto accidentales desaparecen bajo las hojas secas y la renovación de los matorrales. Solo los madereros y sus vigilantes, los guardabosques, conocen las sinuosas sendas por las que se llega a lo más profundo del bosque y por las que se extraen troncos y ramas en forma subrepticia. Heidegger buscó acercarse a la poesía por un trayecto semejante.

Al margen de los caminos obvios, es posible viajar entre líneas, hallar valores entendidos, establecer correspondencias, extraviarse voluntariamente en una foresta mental en pos de ideas, imágenes, adjetivos.

George Steiner se ha referido al «originismo» de Heidegger, su «exhortación obsesiva a regresar a una verdad del ser». No es extraño que los Caminos del bosque comiencen con un ensayo sobre «El origen de la obra de arte». Ahí, el filósofo se detiene en la «cosa» que, inevitablemente, es toda pieza estética: el bloque de mármol, el trozo de papel, el lienzo cubierto de pintura. El arte tiene un origen simbólico, pero también físico.

Surgidos del bosque, los libros dependen de la madera que permite producirlos. De ese silvestre punto de partida vienen sus símbolos. Los símiles entre la vegetación y la escritura han sido estudiados por Ivan Illich en su deslumbrante tratado En el viñedo del texto. La actividad de leer (legere) se asocia con cosechar, y en alemán «letra» (Buchstab) quiere decir «rama de haya». Ampliando este sistema de comparaciones, Italo Calvino decía que la mayoría de las ferias de libro se celebran en otoño porque es cuando los árboles cambian de hojas.

Todo libro representa un árbol. No es casual que, en El barón rampante, Calvino asocie la escritura con la gramática vegetal que permite a su protagonista andarse por las ramas.

Las variaciones sobre este tema son infinitas. Baudelaire hablaba del «bosque de los signos» para referirse al lenguaje. Lo cierto es que, en el principio de cada obra, hay una idea de bosque. Comienzo, pues, mi travesía abriendo un claro en la maleza.

En Materia escrita, Gabriel Orozco señala: «Un libro cerrado no es arte.» En tal caso, estamos ante un objeto, una «cosa libro», de tinta y papel, que se transforma en poesía o narrativa gracias a la lectura. Curiosamente, ese proceso no acaba en el lector; exige una posdata: el comentario sobre lo leído. Nadie disfruta en silencio absoluto. El deseo debe contagiarse.

Fragmento del ensayo “El camino de la madera”, de Juan Villoro.

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