El bosque,
espacio esencial de los cuentos de hadas, es el punto de partida de cualquier
libro. De ahí viene la madera con que se hace el papel. Al mismo tiempo, las
frondas de los árboles representan un sistema de signos, y ese sitio aislado
favorece la imaginación. Ahí moran los elfos de la cultura celta, y en la
selva, variante tropical del bosque, los aluxes de la cultura yucateca.
Los hermanos
Grimm reunieron sus cuentos bajo el lema: «Entonces, cuando desear todavía era
útil». Hubo un tiempo pretérito en que las ilusiones podían cumplirse gracias a
los trabajos de los duendes, los hechiceros y las hadas. La literatura busca
esa utopía, un mundo intangible donde la eficacia depende del deseo.
En épocas
arcaicas, el bosque alemán fue descrito con un sustantivo a un tiempo concreto
y metafórico: «madera». De ahí surgió la expresión Holzwege, «sendas de la
madera», con la que Martin Heidegger bautizó su libro sobre el origen del arte,
escrito en el corazón de la Selva Negra.
El bosque tiene
caminos ocultos, no trazados por la ingeniería sino por el uso. En ocasiones
esas rutas un tanto accidentales desaparecen bajo las hojas secas y la
renovación de los matorrales. Solo los madereros y sus vigilantes, los
guardabosques, conocen las sinuosas sendas por las que se llega a lo más
profundo del bosque y por las que se extraen troncos y ramas en forma
subrepticia. Heidegger buscó acercarse a la poesía por un trayecto semejante.
Al margen de los
caminos obvios, es posible viajar entre líneas, hallar valores entendidos,
establecer correspondencias, extraviarse voluntariamente en una foresta mental
en pos de ideas, imágenes, adjetivos.
George Steiner
se ha referido al «originismo» de Heidegger, su «exhortación obsesiva a
regresar a una verdad del ser». No es extraño que los Caminos del bosque
comiencen con un ensayo sobre «El origen de la obra de arte». Ahí, el filósofo
se detiene en la «cosa» que, inevitablemente, es toda pieza estética: el bloque
de mármol, el trozo de papel, el lienzo cubierto de pintura. El arte tiene un
origen simbólico, pero también físico.
Surgidos del
bosque, los libros dependen de la madera que permite producirlos. De ese
silvestre punto de partida vienen sus símbolos. Los símiles entre la vegetación
y la escritura han sido estudiados por Ivan Illich en su deslumbrante tratado En
el viñedo del texto. La actividad de leer (legere) se asocia con cosechar,
y en alemán «letra» (Buchstab) quiere decir «rama de haya». Ampliando este sistema
de comparaciones, Italo Calvino decía que la mayoría de las ferias de libro se
celebran en otoño porque es cuando los árboles cambian de hojas.
Todo libro
representa un árbol. No es casual que, en El barón rampante, Calvino
asocie la escritura con la gramática vegetal que permite a su protagonista
andarse por las ramas.
Las variaciones
sobre este tema son infinitas. Baudelaire hablaba del «bosque de los signos»
para referirse al lenguaje. Lo cierto es que, en el principio de cada obra, hay
una idea de bosque. Comienzo, pues, mi travesía abriendo un claro en la maleza.
En Materia
escrita, Gabriel Orozco señala: «Un libro cerrado no es arte.» En tal caso,
estamos ante un objeto, una «cosa libro», de tinta y papel, que se transforma
en poesía o narrativa gracias a la lectura. Curiosamente, ese proceso no acaba
en el lector; exige una posdata: el comentario sobre lo leído. Nadie disfruta
en silencio absoluto. El deseo debe contagiarse.
Fragmento del ensayo “El camino de la madera”, de Juan Villoro.