El dolor es la
sustancia de la vida y la raíz de la personalidad, pues sólo sufriendo se es
persona. Y es universal, y lo que a los seres todos nos une es el dolor, la
sangre universal o divina que por todos circula. Eso que llamamos voluntad,
¿qué es sino dolor?
Y tiene el dolor
sus grados, según se adentra; desde aquel dolor que flota en el mar de las
apariencias, hasta la eterna congoja, la fuente del sentimiento trágico de la
vida, que va a posarse en lo hondo de lo eterno, y allí despierta el consuelo;
desde aquel dolor físico que nos hace retroceder el cuerpo hasta la congoja
religiosa, que nos hace acostarnos en el seno de Dios y recibir allí el riego
de sus lágrimas divinas.
La congoja es
algo mucho más hondo, más íntimo y más espiritual que el dolor. Suele uno
sentirse acongojado hasta en medio de eso que llamamos felicidad y por la
felicidad misma, a la que no se resigna y ante la cual tiembla. Los hombres
felices que se resignan a su aparente dicha, a una dicha pasajera, creeríase
que son hombres sin sustancia, o, por lo menos, que no la han descubierto en
sí, que no se la han tocado. Tales hombres suelen ser impotentes para amar y
ser amados, y viven, en su fondo, sin pena ni gloria.
No hay verdadero
amor sino en el dolor, y en este mundo hay que escoger o el amor, que es el
dolor, o la dicha. Y el amor no nos lleva a otra dicha que a las del amor
mismo, y su trágico consuelo de esperanza incierta. Desde el momento en que el
amor se hace dichoso, se satisface, ya no desea y ya no es amor. Los
satisfechos, los felices, no aman; aduérmense en la costumbre, rayana en el
anonadamiento. Acostumbrarse es ya empezar a no ser. El hombre es tanto más
hombre, esto es, tanto más divino, cuanta más capacidad para el sufrimiento, o
mejor dicho, para la congoja, tiene.
Fragmento del ensayo Del sentimiento
trágico de la vida, de Miguel de Unamuno.