La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa,
los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban
al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en
tan desesperados e inútiles peligros, que provocaba el comentario de la vieja
señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
–Oigan el viento –dijo el señor White. Había
cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
–Lo oigo –dijo éste moviendo
implacablemente la reina–. Jaque.
–No creo que venga esta noche –dijo el
padre con la mano sobre el tablero.
–Mate –contestó el hijo.
–Esto es lo malo de vivir tan lejos
–vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia–. De todos los
suburbios, éste es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa la gente.
Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
–No te aflijas, querido –dijo suavemente
su mujer–, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y
sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron
en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
–Ahí viene –dijo Herbert White al oír el
golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó
apresuradamente y abrió la puerta, lo oyeron condolerse con el recién llegado.
Luego entraron. El forastero era un
hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
–El sargento mayor Morris –dijo el señor
White, presentándolo.
El sargento les dio la mano, aceptó la
silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía
whisky y unos vasos y ponía una pequeña tetera de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y
empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de
guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
–Hace veintiún años –dijo el señor White
sonriendo a su mujer y a su hijo–, cuando se fue, era apenas un muchacho.
Mírenlo ahora.
–No parece haberle sentado tan mal –dijo
amablemente la señora White.
–Me gustaría ir a la India –dijo el
señor White–, sólo para dar un vistazo.
–Mejor hay que quedarse aquí –replicó el
sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a
sacudir la cabeza.
–Me gustaría ver los viejos templos; los faquires y malabaristas –dijo el señor
White–. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una
pata de mono o algo por el estilo?
–Nada –contestó el soldado
apresuradamente–. Nada que valga la pena oír.
–¿Una pata de mono? –preguntó la señora
White.
–Bueno, es lo que se llama magia, tal
vez –dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con
avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios; volvió a
dejarla. El dueño de casa la llenó.
–A primera vista, es una patita
momificada que no tiene nada de particular –dijo el sargento mostrando algo que
sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El
hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
–¿Y qué tiene de extraordinario?
–preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
–Un viejo faquir le dio poderes mágicos
–dijo el sargento mayor–. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino
gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le
dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros
sintieron que sus risas desentonaban.
–Y usted, ¿por qué no pide las tres
cosas? –preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
–Las he pedido –dijo, y su rostro
curtido palideció.
–¿Realmente se cumplieron los tres
deseos? –preguntó la señora White.
–Se cumplieron –dijo el sargento.
–¿Y nadie más pidió? –insistió la
señora.
–Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las
dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en
posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo
silencio.
–Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya
no le sirve el talismán –dijo, finalmente, el señor White–. ¿Para qué lo
guarda?
El sargento sacudió la cabeza.
–Probablemente he tenido, alguna vez, la
idea de venderlo, pero no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además,
la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas;
otros quieren probarlo primero y pagarme después.
–Y si a usted le concedieran tres deseos
más –dijo el señor White–, ¿los pediría?
–No sé –contestó el otro–. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el
pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
–Mejor que se queme –dijo con solemnidad
el sargento.
–Si usted no la quiere, Morris, démela.
–No quiero –respondió terminantemente–.
La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder.
Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su
nueva adquisición. Preguntó:
–¿Cómo se hace?
–Hay que tenerla en la mano derecha y
pedir los deseos en voz alta. Pero le advierto que debe temer las
consecuencias.
–Parece un cuento de Las mil y una noches –dijo la señora
White. Se levantó a preparar la mesa–. ¿No le parece que podrían pedir para mí
otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el
talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
–Si está resuelto a pedir algo –dijo
agarrando el brazo de White–, pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la
pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida, el
talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de
la vida del sargento en la India.
–Si en el cuento de la pata de mono hay
tanta verdad como en los otros –dijo Herbert cuando el forastero cerró la
puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren–, no conseguiremos
gran cosa.
–¿Le diste algo? –preguntó la señora
mirando atentamente a su marido.
–Una bagatela –contestó el señor White,
ruborizándose levemente–. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que
tirara el talismán.
–Sin duda –dijo Herbert, con fingido
horror–, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un
imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el
talismán y lo examinó con perplejidad.
–No se me ocurre nada para pedirle –dijo
con lentitud–. Me parece que tengo todo lo que deseo.
–Si pagaras la hipoteca de la casa
serías feliz, ¿no es cierto? –dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro–.
Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia
credulidad y levantó el talismán. Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño
a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
–Quiero doscientas libras –pronunció el
señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a
sus palabras.
El señor White dio un grito. Su mujer y
su hijo corrieron hacia él.
–Se movió –dijo, mirando con desagrado
el objeto, y lo dejó caer–. Se retorció en mi mano como una víbora.
–Pero yo no veo el dinero –observó el
hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa–. Apostaría que nunca
lo veré.
–Habrá sido tu imaginación, querido
–dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Él sacudió la cabeza.
–No importa. No ha sido nada. Pero me
dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos
hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El
señor White se sobresaltó cuando una puerta se azotó en los pisos altos. Un
silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a
acostarse.
–Se me ocurre que encontrarás el dinero
en una gran bolsa, en medio de la cama –dijo Herbert al darles las buenas
noches–. Y una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará
cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya a solas, el señor White se sentó en
la oscuridad y miró las brasas: vio caras en ellas. La última era tan simiesca,
tan horrible, que la miró con asombro. Se rio, molesto, y buscó en la mesa su
vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa. Sin querer, tocó la pata
de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras desayunaba
en la claridad del sol invernal, se rio de sus temores. En el cuarto había un
ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono,
arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
–Todos los viejos militares son iguales
–dijo la señora White–. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo
puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas
libras, ¿qué mal podrían hacerte?
–Pueden caer de arriba y lastimarte la
cabeza –dijo Herbert.
–Según Morris, las cosas ocurrían con
tanta naturalidad que parecían coincidencias –dijo el padre.
–Bueno, no vayas a encontrarte con el
dinero antes de mi vuelta –dijo Herbert, levantándose de la mesa–. No sea que
te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rio, lo acompañó hasta
afuera y lo vio alejarse por el camino. De vuelta a la mesa del comedor, se burló
de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a
la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre,
se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
–Me parece que Herbert tendrá tema para
sus bromas –dijo al sentarse.
–Sin duda –dijo el señor White–. Pero, a
pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
–Habrá sido en tu imaginación –dijo la
señora suavemente.
–Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado.
Era… ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los
misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a
entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y
reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en
el portón hasta que por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se
quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía
incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el
desorden que había en el cuarto y por la bata del marido. La señora esperó
cortésmente que les dijera el motivo de la visita. El desconocido estuvo un
rato en silencio.
–Vengo de parte de Maw & Meggins
–dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
–¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido
algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
–Espera, querida. No te adelantes a los
acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
–Lo siento… –empezó el otro.
–¿Está herido? –preguntó, enloquecida,
la madre.
El hombre asintió.
–Mal herido –dijo pausadamente–. Pero no
sufre.
–Gracias a Dios –dijo la señora White,
juntando las manos–. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido
siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus
temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su
marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente.
Hubo un largo silencio.
–Lo agarraron las máquinas –dijo en voz
baja el visitante.
–Lo agarraron las máquinas –repitió el
señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la
ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de
enamorados.
–Era el único que nos quedaba –le dijo
al visitante–. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la
ventana.
–La compañía me ha encargado que le
exprese sus condolencias por esta gran pérdida –dijo sin darse la vuelta–. Le
ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que
me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora
White estaba lívida.
–Se me ha comisionado para declararles
que Maw & Meggins niega toda responsabilidad en el accidente –prosiguió el
otro–. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten
una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer
y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la
palabra: ¿cuánto?
–Doscientas libras –fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor
White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó. Cayó
desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos
millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a
la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio
casi no lo entendieron, y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara
el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación,
esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas
veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables
hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White,
despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras. Oyó, cerca
de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
–Vuelve a acostarte –dijo tiernamente–.
Vas a resfriarte.
–Mi hijo tiene más frío –dijo la señora
White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los
oídos del señor White. La cama estaba tibia y sus ojos pesados de sueño. Un
despavorido grito de su mujer lo despertó.
–La pata de mono –gritaba
desatinadamente–, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
–¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó.
–La quiero. ¿No la has destruido?
–Está en la sala, sobre la repisa
–contestó asombrado–. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para
besarlo, y le dijo histéricamente:
–Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he
pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
–¿Pensaste en qué? –preguntó.
–En los otros dos deseos –respondió en
seguida–. Sólo hemos pedido uno.
–¿No fue bastante?
–¡No! –gritó ella triunfalmente–. Le
pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama,
temblando.
–Dios mío, estás loca.
–Búscala pronto y pide –le balbuceó–;
¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
–Vuelve a acostarte. No sabes lo que
estás diciendo.
–Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por
qué no hemos de pedir el segundo?
–Fue una coincidencia.
–Búscala y desea –gritó con exaltación
la mujer.
El marido se volvió y la miró.
–Hace diez días que está muerto y,
además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces
era demasiado horrible para que lo vieras…
–¡Tráemelo! –gritó la mujer
arrastrándolo hacia la puerta–. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad,
entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo
miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos,
antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la
puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y, de pronto, se
encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la
cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo
sobrenatural. Le tuvo miedo.
–¡Pídelo! –gritó con violencia.
–Es absurdo y perverso –balbuceó.
–Pídelo –repitió la mujer.
El hombre levantó la mano.
–Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor
White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla
mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se
movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su
mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido, hasta casi apagarse.
Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el
fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer,
apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron. Escuchaban el latido del reloj.
Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva. El señor White juntó coraje,
encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera, el fósforo se
apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un
golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció
inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró
la puerta. Se oyó un tercer golpe.
–¿Qué es eso? –gritó la mujer.
–Un ratón –dijo el hombre–. Un ratón. Se
me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe
retumbó en toda la casa.
–¡Es Herbert! ¡Es Herbert! –La señora
White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
–¿Qué vas a hacer? –le dijo
ahogadamente.
–¡Es mi hijo; es Herbert! –gritó la
mujer, luchando para que la soltara–. Me había olvidado de que el cementerio
está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
–Por amor de Dios, no lo dejes entrar
–dijo el hombre, temblando.
–¿Tienes miedo de tu propio hijo?
–gritó–. Suéltame. Ya voy, Herbert, ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y
huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera.
Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la
mujer, anhelante:
–La tranca –dijo–. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el
piso, en busca de la pata de mono.
–Si pudiera encontrarla antes de que eso
entrara…
Los golpes volvieron a resonar en toda
la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la
tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y,
frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los
ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un
viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su
mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino
estaba desierto y tranquilo.