Una referencia
mucho más sencilla al mismo tema podemos encontrarla, por ejemplo, en la
respuesta que una vez dio García Lorca a la pregunta: ¿para qué escribe usted? Escribo
–contestó– para que me quieran. Es quizá una manera un poco brusca y perentoria
de decirlo, pero sin duda no es ninguna tontería. Porque seguramente en el acto
solitario de la escritura intervienen otros factores, algunos de los cuales no
son directamente sociales; pero ese acto supone una ulterior lectura, y no sólo
una autolectura como a veces se ha dicho, sino una verdadera publicación. Es
cierto que un solo lector podría equivaler a una publicación, siempre que la
obra se le presente en ese desamparo en que la deja una verdadera lectura, sin
recurso a ninguna justificación exterior, sin recurso siquiera a su propio
origen, sin ningún nexo de antemano con ella. Éstas son justamente las
condiciones que el autor de la obra no podrá cumplir nunca, y ni siquiera
imitar como no sea bastante burdamente. En la medida en que implica ese acto
social que es la lectura, la obra no existe pues plenamente mientras no sea
leída.
En cambio, al ser leída se vierte en el lector como tal obra, es decir como escritura y no como –o no sólo como– lo mentado por esa escritura. Lo que la obra literaria aspira a dejar en el lector no es sólo, como en la otra clase de libros, la información, la demostración o la persuasión a las que la escritura sirve de vehículo, sino el vehículo mismo, la escritura misma, la obra tal cual. En cuanto ente público, la obra es intermediaria de una relación social entre el escritor y el lector. En esta relación, el escritor literario no puede aspirar, por lo menos como tal, a la información, a la persuasión o la adhesión. A lo único que puede aspirar es a eso que suele llamarse ser reconocido como escritor, ser reconocido en su talento. Este reconocimiento es una extraña clase de valoración, casi podríamos decir que una valoración sin valores, porque en rigor supone ser valorado sin ninguna escala de valor (cuando los críticos dicen que la obra contiene su propia escala de valoración dicen un disparate: una escala es necesariamente comparativa y una escala incomparable no es una escala). Esta valoración fuera de escala, ¿no es propiamente una valoración amorosa? Entonces García Lorca tenía razón.
Pero lo infernal
de estas circunstancias es que tal cosa es imposible. La lectura literaria, esa
trasvasación de la obra tal cual, no sólo como significado sino también como la
escritura, es algo irrealizable incluso para el propio autor. Para que se
realizara del todo, el lector tendría que identificarse totalmente con la obra,
ser él mismo el libro y nada más que el libro, o por lo menos que todo su espacio
imaginativo lo fuese. Esta identificación absoluta sería imposible incluso para
la conciencia, pero lo es mucho más para el inconsciente. No es pues de
extrañar que el poeta escribe para que le quieran acabe asesinado por los que
más estúpidamente lo odian. La dialéctica del amor social implica además estos
catastróficos peligros. Querer despertar el amor de nuestros semejantes es
incurrir en el odio de quienes necesitan matar o neutralizar ese amor (así,
entre nosotros en estos días es fácil imaginar cuánto odio deben estar
incubando algunos ante los llamados a ese amor que en los últimos meses se leen
con frecuencia en las páginas de diferentes publicaciones). Y nada cuenta para
el caso la evidente posibilidad de conseguir ese amor mediante la escritura: el
odio no tiene que esperar a que el amor se cumpla; le basta con que se le
despierte.
La imposibilidad
de la empresa social de la escritura puede expresarse también diciendo que la
existencia del público es imposible. Esto es consecuencia del hecho de que la
escritura sea un acto que se cumple necesariamente en la más absoluta soledad y
necesariamente sobre el supuesto de una finalidad que implica la más absoluta
comunión. Esta insoluble contradicción se despliega ya en un primer momento,
situada en el tránsito entre la soledad de la escritura y la publicidad de la
lectura. Es el otro tema obligado de las encuestas literarias: ¿para quién
escribe usted? Las respuestas que suelen dar los escritores casi nunca
responden a la pregunta. No contestan como escritores, sino como editores de sí
mismos. Porque la verdadera respuesta sonaría a disparate o a boutade. Por un lado el escritor escribe efectivamente para sí
mismo, pero este lado debería quedar excluido porque no depende de sus
intenciones sino de la necesaria soledad de la escritura. En ese sentido casi
sería más exacto decir que la escritura escribe para sí misma. Por otro lado sí
escribe con un destino intencional. Pero en cuanto escritor, su destinatario es
simultáneamente la Humanidad con mayúscula y al mismo tiempo unas pocas,
poquísimas, quizá una sola persona concreta. En la destinación de la obra al
público hay por eso siempre un quid-pro-quo.
Ningún grupo de lectores, por mucho que lo quieran configurar y limitar, o al
contrario extender y generalizar, puede coincidir a la vez con la Humanidad y
con mi tía.
Si digo “mi tía”
(aparte de que me gusta así la frase) es porque tengo la impresión –una
impresión que reconozco apresurada– de que en la idea que el escritor se hace
del público subyace casi siempre una imagen que es sino la extensión del grupo
familiar. Insisto en que es una impresión poco mediata, pero me sucedió
recientemente que leyendo nada menos que a Kafka sentía todo el tiempo que en
la configuración del destinatario imaginario de esas obras había unos rasgos
como caseros familiares, y hubiera jurado que fue el derrumbe de una vieja
ilusión de ser leído, es decir, reconocido por el famoso y espeluznante padre,
lo que empujó a Kafka a mandar quemar sus obras.
No sería tan
absurdo, después de todo, considerar que psicológicamente el grupo familiar es
el único donde puede vivirse, si es que se puede, esa valoración fuera de
escala, ese amor sin comparaciones, sin demostraciones, sin persuasiones, ese
amor como origen al que aspira un escritor para su obra, y el fracaso probable
de ese paraíso familiar explicaría también que se transfiera su imagen a una
virtual Humanidad –incluso a la Naturaleza total, que es tal vez lo que quiere
decir Rimbaud cuando escribe “Contempla este giro / tan alegre, tan fácil. / No
es sino onda, flora / Y es tu familia”. A fin de cuentas, decir “escribo para
que me quieran” es casi como decir “para que todos sean mi tía”.
Fragmento del ensayo “El infierno de la literatura”, de Tomás Segovia.