Nos
reuníamos todas las noches en la posada George, en Debenham. El lugar era tibio
y acogedor, contaba con cuatro sillones pequeños y una mesita que servía para
colocar nuestras bebidas. Disfrutábamos de un lugar reservado para platicar y
compartir tiempo entre los cuatro amigos: el empresario de servicios
funerarios, el dueño, Fettes y yo. En ocasiones, el sitio estaba repleto y el
clima no favorecía a ninguna persona, aunque eso no importaba: la nieve o la
lluvia no impedían nuestra reunión y, mucho menos, disfrutar de aquellos sillones
cómodos. Fettes era un escocés viejo, le encantaba la bebida; su apariencia
alargada resaltaba su cultura; sabíamos que, sin duda, tenía una posición
económica alta: vivía sin hacer nada. Llegó a Debenham años atrás, cuando era
joven y, por la simple permanencia, se convirtió en hijo adoptivo del pueblo. Lo
conocíamos por su capa azul de camelote[1],
una antigüedad similar a la torre de la iglesia. Además, todos los ciudadanos
de Debenham sabían con exactitud cuál era su sitio preferido en la posada, su conspicua
ausencia de la iglesia y sus vicios vergonzosos. Fettes mantenía algunas
opiniones vagamente radicales y cierto escepticismo religioso que, en
ocasiones, sacaba a relucir con palabras sueltas, agregando manotazos imprecisos
sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas y, durante su estancia
en la posada, se le veía con cierta cara de melancolía, algunos decían que el
alcohol causaba tal estado de ánimo. Le llamábamos “el doctor” por sus
conocimientos de medicina: una vez lo vimos entablillar una pierna fracturada y
reducir una luxación. Al margen de estos detalles, carecíamos de más información
sobre su personalidad y sus antecedentes.
Una
noche de invierno, mientras el frío calaba en los huesos y esperábamos a George
en los sillones, fuimos informados –cerca de las nueve– sobre la apoplejía[2]
que atacó a un gran terrateniente durante su camino hacia el Parlamento, en Londres, situación que lo hizo
hospedarse en la posada. Por telégrafo se solicitó la presencia de su médico,
quien vivía en la capital, un personaje todavía más famoso que el terrateniente.
Era la primera vez que sucedía una cosa así en Debenham (había transcurrido
poco tiempo desde la inauguración del ferrocarril) y todos estábamos impresionados.
–Ya
ha llegado –dijo el dueño, después de llenar y de encender la pipa.
–¿Quién?
–dije yo–. ¿No querrá decir el médico?
–Precisamente
–contestó nuestro posadero.
–¿Cómo
se llama?
–Doctor
Macfarlane –dijo el dueño.
Fettes
terminaba su tercer vaso, sumido ya en el estupor de la borrachera: unas veces
asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el
sonido de las últimas palabras, pareció despertarse y repitió dos veces el apellido
“Macfarlane”: la primera con entonación tranquila; la segunda con repentina
emoción.
–Sí
–dijo el dueño– así se llama: doctor Wolfe Macfarlane.
Fettes
se calmó inmediatamente. Además, sus ojos se aclararon, su voz se hizo más
firme y sus palabras más vigorosas. Todos nos quedamos sorprendidos ante
aquella transformación: aquel hombre parecía como si hubiera resucitado de los
muertos.
–Les
ruego que me disculpen –dijo–. Temo que no prestaba atención a sus palabras.
¿Quién es ese tal Wolfe Macfarlane?
Después
de oír las explicaciones del dueño, añadió:
–No
puede ser, claro que no. Me gustaría verlo cara a cara.
–¿Lo
conoce usted, doctor? –preguntó el empresario de servicios funerarios.
–¡Dios
no lo quiera! –fue la respuesta–. Sin embargo, el nombre no es nada corriente,
sería demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿se trata de un
hombre viejo?
–No
es un hombre joven, desde luego, porque tiene el cabello blanco, pero sí parece
más joven que usted.
–Es
mayor que yo, varios años mayor. Pero –dando un manotazo sobre la mesa– no es
posible. Lo siento, es el ron que me hace actuar así; el ron y mis pecados.
Este hombre quizá tenga una conciencia más fácil de contentar y haga bien las
digestiones. ¡Conciencia! ¡De qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán
ustedes que he sido un buen cristiano, ¿no es cierto? Pues no, yo no. Nunca me gustado
la hipocresía. Quizá Voltaire habría cambiado su vida si hubiera estado en mis
zapatos. Sin embargo, mi cerebro –y procedió a darse un manotazo sobre su gigantesca
calva– funcionaba perfectamente, no saqué ninguna conclusión de las cosas que
vi.
–Si
este doctor es la persona que usted conoce –después de una pausa bastante
penosa, me aventuré a señalar–, ¿debemos deducir que no comparte la misma opinión
del posadero?
Fettes
no me hizo el menor caso.
–Sí
–dijo, con repentina firmeza–, tengo que verlo cara a cara.
Se
produjo otra pausa, mientras una puerta se cerró con cierta violencia en el
primer piso, dejando resonar los pasos en la escalera.
–¡Es
el doctor! –exclamó el dueño–. Si se da prisa, podrá alcanzarlo.
La
puerta de la vieja posada se encontraba a dos pasos de nuestro lugar de
reunión. A un lado del pequeño reservado, se encontraba una escalera ancha de
roble, que terminaba casi en la calle. Entre el umbral y el último peldaño no
había sitio más que para una alfombra turca.
Sin embargo, lo que caracterizaba a este espacio tan reducido, era la
gran iluminación que nos ofrecía la luz de la escalera, el gran farol debajo
del nombre de la posada y el cálido resplandor que salía por la ventana de la
cantina. La posada llamaba la atención de los que cruzaban por la calle en las
noches frías de invierno. Fettes llegó, sin vacilaciones, hasta el diminuto
vestíbulo y los demás nos colocamos tras de nuestro amigo para presenciar el
encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que uno de ellos había definido
como “cara a cara”. El doctor Macfarlane era un hombre despierto y vigoroso, sus
cabellos blancos servían para resaltar la calma y la palidez de su rostro: no
estaba desprovisto de energía. Iba elegantemente vestido con el mejor velarte[3]
y la más fina holanda[4].
Además, lucía una gruesa cadena de oro para el reloj, gemelos y anteojos del
mismo metal precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con
lunares lila. Llevaba, en el brazo, un abrigo de pieles para defenderse del frío
durante el viaje. No había duda de que lograba dar dignidad a sus años, porque
estaba envuelto en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad. Todo era un
sorprendente contraste, pues veíamos a nuestro borrachín –calvo, sucio, lleno
de granos y arropado en su vieja capa azul de camelote– enfrentarse con él al
pie de la escalera.
–¡Macfarlane!
–dijo con voz resonante, más propia de un heraldo que de un amigo.
El
gran doctor se detuvo bruscamente en el cuarto escalón, como si la familiaridad
de aquel saludo sorprendiera y, en cierto modo, ofendiera su dignidad.
–¡Toddy
Macfarlane! –repitió Fettes.
El
londinense casi se tambaleó. Lanzó una mirada rapidísima al hombre que tenía
delante, volvió hacia atrás unos ojos atemorizados y luego susurró con voz
llena de sorpresa:
–¡Fettes!
¡Tú!
–¡Sí,
yo! –dijo el otro–. ¿Creías que también estaba muerto? No resulta tan fácil dar
por terminada nuestra relación.
–¡Calla,
por favor! –exclamó el ilustre médico–. ¡Calla! Este encuentro es tan
inesperado… Veo que te has ofendido. Confieso que al principio no te había
conocido, pero me alegro mucho… me alegro mucho de tener esta oportunidad. Hoy
sólo vamos a poder decirnos ‘hola’ y ‘hasta la vista’. Me espera el calesín[5],
debo tomar el tren; pero debes… veamos, sí… debes darme tu dirección y te
aseguro que tendrás muy pronto noticias mías. Haremos algo por ti, Fettes. Temo
que estás algo apurado, pero ya nos ocuparemos de eso “en recuerdo de los
viejos tiempos”, como solíamos cantar durante nuestras cenas.
–¡Dinero!
–exclamó Fettes–. ¡Dinero tuyo! El dinero que me diste, ¿estará todavía donde
lo arrojé aquella noche de lluvia?
Al
escuchar aquella pregunta, el doctor Macfarlane recobró cierto grado de
superioridad y confianza en sí mismo, pero la desacostumbrada energía de aquel
encuentro, lo sumió de nuevo en una terrible confusión. Una expresión horrenda
atravesó por un momento sus facciones casi venerables.
–Mi
querido amigo –dijo–, haz lo que gustes. Nada más lejos de mi intención que
ofenderte. No quisiera entrometerme. Pero sí te dejaré mi dirección…
–No
me la des… No deseo saber cuál es el techo que te cobija –lo interrumpió–. Oí
tu nombre, temí que fueras tú. Quería saber si, después de todo, existe un Dios.
Ahora sé que no. ¡Sal de aquí!
Pero
Fettes seguía en el centro de la alfombra, colocado entre la escalera y la
puerta. El médico londinense tenía que rodearlo para escapar del sitio. Estaban
claras sus vacilaciones ante lo que a todas luces consideraba una humillación.
A
pesar de su palidez, había un brillo amenazador en sus anteojos, pero eso no
era suficiente, porque continuaba sin decidirse, se dio cuenta de que el
cochero de su calesín contemplaba con interés desde la calle aquella escena
poco común y, también, advirtió cómo lo mirábamos nosotros, los del pequeño
grupo del reservado, apelotonados en el rincón más próximo a la cantina. La
presencia de tantos testigos lo hizo emprender la huida. Pasó pegado a la pared
y luego se dirigió hacia la puerta con la velocidad de una serpiente. Aunque
sus dificultades no habían terminado, porque, antes de salir, Fettes le tomó
del brazo y, de sus labios, aunque en forma de susurro, salieron con toda
claridad estas palabras:
–¿Has
vuelto a verlo?
El
famoso doctor emitió un grito ahogado, dio un empujón a quien lo interrogaba y,
con las manos sobre la cabeza, huyó como un ladrón que fue sorprendido in fraganti. Antes de que a nosotros se
nos ocurriera hacer cualquier movimiento, el calesín traqueteaba ya hacia la
estación. La escena había terminado como en un sueño, pero aquel sueño había
dejado pruebas y rastros de su paso. Al día siguiente, la criada encontró los
anteojos de oro en el umbral, estaban rotos. Sin embargo, aquella noche todos
permanecimos de pie, sin aliento, junto a la ventana de la cantina, con Fettes
a nuestro lado, sereno, pálido y con aire decidido.
–¡Que
Dios nos tenga de su mano, señor Fettes! –dijo el posadero, al ser el primero
en recobrar todos sus sentidos–. ¿A qué se debe todo esto? Son cosas muy extrañas
las que ha dicho…
Fettes
se volvió hacia nosotros, nos miró a la cara sucesivamente.
–Procuren
tener la lengua quieta –dijo–. Es arriesgado enfrentarse con el tal Macfarlane.
Los que lo han hecho, se han arrepentido demasiado tarde.
Después,
sin terminarse el tercer vaso y sin ganas de beber otros dos, nos dijo adiós y
se perdió, después de pasar bajo la lámpara de la posada, en la oscuridad de la
noche.
Nosotros
tres regresamos a los sillones del reservado, con un buen fuego y cuatro velas
recién empezadas. A medida que recapitulábamos los hechos, nuestra sorpresa se
convirtió en curiosidad. Nos quedamos allí hasta muy tarde. No recuerdo otra
noche en la que se prolongara tanto la tertulia. Antes de separarnos, cada uno
tenía una teoría que se había comprometido a probar, y no había para nosotros
asunto más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro misterioso amigo,
debíamos descubrir el secreto que compartía con el famoso doctor londinense. No
es motivo de orgullo, pero creo le gané a mis compañeros, porque utilicé los
mejores métodos para desentrañar la historia. En estos momentos, quizás no exista
otro ser vivo que pueda narrarles aquellos monstruosos y abominables sucesos.
De
joven, Fettes había estudiado medicina en Edimburgo. Tenía un cierto tipo de
talento que le permitía retener gran parte de lo que oía y asimilarlo en
seguida, haciéndolo suyo. Trabajaba poco en casa, pero era cortés, atento e
inteligente en presencia de sus maestros. Pronto se fijaron en él por su
capacidad de atención y su buena memoria. Y, aunque a mí me pareció bien
extraño cuando lo oí por primera vez, Fettes era, en aquellos días, bien parecido:
cuidaba mucho su aspecto exterior.
En
aquella época, se encontraba fuera de la universidad un profesor de anatomía al
que designaré aquí con letra K. Su nombre llegó más adelante a ser tristemente
célebre. El hombre que lo llevaba se escabulló disfrazado por las calles de
Edimburgo, mientras el gentío, que aplaudía la ejecución de Burke, pedía a
gritos la sangre de su patrón. Sin embargo, el señor K. estaba entonces en la
cima de su popularidad: disfrutaba de la fama debido a su propio talento y habilidad
y, también, por la incompetencia de su rival: el profesor universitario. Los
estudiantes, al menos, tenían absoluta fe en él y el mismo Fettes creía, e hizo
creer a otros, que había puesto los cimientos de su éxito al lograr el favor de
este hombre meteóricamente famoso. El señor K. era un bon vivant además de un excelente profesor. Apreciaba tanto una
hábil ilusión como una preparación cuidadosa. En ambos campos, Fettes
disfrutaba de su merecida consideración. Durante el segundo año de sus estudios,
recibió el encargo semioficial de segundo profesor de prácticas o subasistente
en su clase.
Debido
a este empleo, el cuidado del anfiteatro y del aula recaía de manera particular
sobre los hombros de Fettes. Era responsable de la limpieza de los locales y
del comportamiento de los otros estudiantes. Y, lo más importante, debía recibir
y dividir los cadáveres. Con vistas a esta última ocupación –asunto muy
delicado en aquella época–, el señor K. hizo que se alojase, primero, en el
mismo callejón y, más adelante, en el mismo edificio donde estaban instaladas
las salas de disección. Allí, después de una noche de turbulentos placeres, con
la mano todavía temblorosa y la vista nublada, tenía que abandonar la cama en
la oscuridad, para entenderse con los sucios y desesperados traficantes que
abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres que, con el
tiempo, han alcanzado tan terrible reputación en todo el país. Tenía que
recoger su trágico cargamento, pagarles el sórdido precio convenido y quedarse
solo con aquellos desagradables despojos de humanidad. Al terminar su
negociación, Fettes volvía a adormilarse por espacio de una o dos horas para
reparar así los abusos de la noche y refrescarse para los trabajos del día
siguiente.
Pocos
muchachos podrían haberse mostrado más insensibles ante las impresiones de un
cuerpo que, alguna vez, tuvo vida. Su mente estaba impermeabilizada contra
cualquier consideración de carácter moral o ético. Era incapaz de sentir
interés por el destino y los reveses de fortuna de cualquier otra persona. Era esclavo
total de sus deseos y de sus ambiciones rastreras. Frío, superficial y egoísta.
No carecía del mínimo de prudencia, situación que se da, equivocadamente, el
nombre de moralidad y que, a su vez, mantiene a un hombre alejado de
borracheras, inconvenientes o actos castigables. Fettes deseaba que sus
maestros y condiscípulos tuvieran una buena opinión de él y, para lograrlo, se
esforzaba en guardar las apariencias. También decidió destacar en sus estudios
y, día tras día, servía a su patrón de manera impecable, esto en cuanto a las cosas
más visibles y que más podían reforzar su reputación de buen estudiante. Para
recompensarse por sus días de trabajo, se entregaba, por las noches, a placeres
ruidosos y desvergonzados. Y, por último, cuando los dos platillos se
equilibraban, el órgano –al que Fettes llamaba su conciencia– se declaraba
satisfecho.
La
obtención de cadáveres causaba continuas dificultades tanto para él como para
su patrón. En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba mucho
la materia prima de las disecciones, estaba siempre a punto de acabarse. Esta
situación hacía necesarias algunas transacciones que, no sólo eran
desagradables en sí mismas, sino que podían tener consecuencias muy peligrosas
para todos los implicados. La norma del señor K. era no hacer preguntas en el
trato con los de la profesión: “Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el
precio”, solía decir, recalcando la locución quid pro quo. Y, de nuevo, con cierto cinismo, les repetía a sus
asistentes que “No hicieran preguntas por razones de conciencia.”
No
es que se diera por sentado, que los cadáveres se conseguían mediante el
asesinato. Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras, el señor K.
se habría horrorizado. Sin embargo, su frívola manera de hablar –tratándose de
un problema tan serio– era, en sí misma, una ofensa contra las normas más
elementales de la responsabilidad social y, también, una tentación ofrecida a
los hombres con los que negociaba. Fettes, por ejemplo, no había dejado de
advertir que, con frecuencia, los cuerpos que le llevaban, habían perdido la
vida recientemente. De igual manera, le sorprendía, una y otra vez, el aspecto
abominable y los movimientos solapados de los rufianes que llamaban a su puerta
antes del alba. Atando cabos, quizá atribuía un significado demasiado inmoral y
demasiado categórico a las imprudentes advertencias de su maestro. En resumen,
Fettes entendía que su deber constaba de tres apartados: aceptar lo que le
traían, pagar el precio y pasar por alto cualquier indicio de un posible
crimen.
Una
mañana de noviembre, esta consigna de silencio se vio duramente puesta a
prueba. Fettes, después de pasar la noche en blanco debido a un dolor de muelas
atroz –paseándose por su cuarto como una fiera enjaulada, o arrojándose
desesperado sobre la cama– y caer ya de madrugada en ese sueño profundo e
intranquilo que, con tanta frecuencia, es la consecuencia de una noche de
dolor, se vio despertado por la tercera o cuarta impaciente repetición de la
señal convenida. La luna, en cuarto menguante, derramaba abundante luz; hacía
mucho frío y viento. La ciudad dormía aún, pero una indefinible agitación
preludiaba el ruido y el tráfago del día. Los profanadores habían llegado más
tarde de lo acostumbrado, parecían tener más prisa por marcharse que otras
veces. Fettes, muerto de sueño, les fue alumbrando escaleras arriba. Oía sus
voces roncas, con fuerte acento irlandés, como formando parte de un sueño. Mientras
aquellos hombres vaciaban el horrendo contenido de su saco; él dormitaba, con
un hombro apoyado contra la pared, tuvo que hacer luego verdaderos esfuerzos
para encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Al ponerse en
movimiento, sus ojos tropezaron con el rostro del cadáver. No pudo disimular su
sobresalto: dio dos pasos hacia adelante, con la vela en alto.
–¡Santo
cielo! –exclamó–. ¡Si es Jane Galbraith!
Los
hombres no respondieron nada, pero se movieron imperceptiblemente en dirección
a la puerta.
–La
conozco, se lo aseguro –continuó Fettes–. Ayer estaba viva y muy contenta. Es
imposible que haya muerto. Es imposible que hayan conseguido este cuerpo de
forma correcta.
–Está
usted completamente equivocado, señor–dijo uno de los hombres.
Pero
el otro lanzó una mirada amenazadora a Fettes y, con voz ronca, pidió que se
les diera el dinero inmediatamente.
Era
imposible malinterpretar su expresión o exagerar el peligro que implicaba. Al
muchacho le faltó valor. Tartamudeó una excusa, contó la suma convenida y
acompañó a sus odiosos visitantes hasta la puerta. Tan pronto como
desaparecieron, Fettes se apresuró a confirmar sus sospechas. Mediante una
docena de marcas que, no dejaban lugar a dudas, identificó a la muchacha con la
que había bromeado el día anterior. Vio, con horror, señales sobre aquel cuerpo
que, sin lugar a dudas, podían ser pruebas de una muerte violenta. Se sintió
dominado por el pánico y buscó refugio en su habitación. Una vez allí,
reflexionó con calma sobre el descubrimiento que había hecho, consideró
fríamente la importancia de las instrucciones del señor K. y el peligro para su
persona, que podía derivarse de su intromisión en un asunto de tanta
importancia. Finalmente, lleno de dudas angustiosas, eligió esperar y pedir
consejo a su inmediato superior, el primer asistente.
Tolfe
Macfarlane era un médico joven, gran favorito de los estudiantes temerarios,
hombre inteligente, disipado y absolutamente falto de escrúpulos. Había viajado
y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y un poquito
atrevidos. Se le consideraba una autoridad en cuestiones teatrales y no había
nadie más hábil para patinar sobre el hielo ni que manejara con más destreza
los palos de golf. Vestía con elegante audacia y, como toque final de
distinción, era propietario de un calesín y de un robusto caballo. Su relación
con Fettes había llegado a ser muy íntima, de hecho, sus cargos respectivos
hacían necesaria una cierta comunidad de vida. Cuando escaseaban los cadáveres,
los dos se adentraban por las zonas rurales en el calesín de Macfarlane, para
visitar y profanar algún cementerio poco frecuentado y, antes del alba,
presentarse con su botín en la puerta de la sala de disección.
Aquella
mañana, Macfarlane apareció un poco antes de lo habitual. Fettes lo oyó, salió
a recibirlo a la escalera, le contó su historia y terminó mostrándole la causa
de su alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.
–Sí
–dijo con una inclinación de cabeza–; parece sospechoso.
–¿Qué
debo hacer? –preguntó Fettes.
–¿Hacer?
–repitió el otro–. ¿Es que quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, todo se
arreglará.
–Quizá
la reconozca alguna otra persona –objetó Fettes–. Era tan conocida como el
Castle Rock.
–Esperemos
que no –dijo Macfarlane–, y si alguien lo hace… bien, tú no la reconociste, ¿comprendes?
Y no hay más que hablar. Lo cierto es que esto lleva demasiado tiempo
sucediendo. Remueve el cieno y colocarás a K. en una situación desesperada. Tampoco
tú saldrías muy bien librado. Ni yo, si vamos a eso. Me gustaría saber cómo
quedaríamos, o qué demonios podríamos decir si nos llamaran como testigos ante
cualquier tribunal. Porque, para mí, ¿sabes? Hay una cosa cierta: prácticamente
hablando, todo nuestro “material” han sido personas asesinadas.
–¡Macfarlane!
–exclamó Fettes.
–¡Vamos,
vamos! –se burló el otro–. ¡Como si tú no lo hubieras sospechado!
–Sospechar
es una cosa…
–Y
probar, otra; lo sé. Siento tanto como tú que esto haya llegado hasta aquí
–dando unos golpes en el cadáver con su bastón–. Pero colocados en esta
situación, lo mejor que puedo hacer es no reconocerla; y –añadió con gran
frialdad– así es: no la reconozco. Tú puedes, si es ese tu deseo. No voy a
decirte lo que tienes que hacer, pero creo que un hombre de mundo haría lo
mismo que yo. Incluso me atrevería a añadir que eso es lo que K. esperaría de
nosotros. La cuestión es: ¿por qué nos eligió a nosotros como asistentes? Y yo
respondo: porque no quería señoras chismosas.
Aquella
manera de hablar era la que más efecto podía tener en la mente de un muchacho
como Fettes. Accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desgraciada joven
pasó a la mesa de disección como era costumbre y nadie hizo el menor comentario
ni pareció reconocerla.
Una
tarde, después de haber terminado su trabajo de aquel día, Fettes entró en una
taberna muy concurrida y encontró allí a Macfarlane, sentado en compañía de un
extraño. Era un hombre pequeño, pálido, de cabellos muy oscuros, y ojos negros
como carbones. El corte de su cara parecía prometer una inteligencia y un
refinamiento que sus modales se encargaban de desmentir, porque en cuanto se
empezaba a tratar con él, se ponía de manifiesto su vulgaridad, su tosquedad y
su estupidez. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un extraordinario control
sobre Macfarlane, le daba órdenes como si fuera el gran bajá[6].
Se indignaba ante el menor inconveniente o retraso, y hacía groseros
comentarios sobre el servilismo con que era obedecido. Esta persona tan
desagradable manifestó una inmediata simpatía hacia Fettes, trató de ganárselo
invitándolo a beber y le honró con extraordinarias confidencias sobre su
pasado. Si una décima parte de lo que confesó era verdad, se trataba de un
bribón de lo más odioso. Además, la vanidad del muchacho se sintió halagada por
el interés de un hombre de tanta experiencia.
–Yo
no soy precisamente un ángel –hizo notar el desconocido–, pero Macfarlane me
supera con mucho… Toddy Macfarlane le llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu
amigo.
O
bien:
–Toddy,
levántate y cierra la puerta.
–Toddy
me odia –dijo después–. Sí, Toddy, ¡claro que me odias!
–No
me gusta ese maldito nombre, y usted lo sabe –gruñó Macfarlane.
–¡Escúchalo!
¿Has visto a los muchachos tirar al blanco con sus cuchillos? A él le gustaría
hacer eso por todo mi cuerpo –explicó el desconocido
–Nosotros,
la gente de medicina, tenemos un sistema mejor –dijo Fettes–. Cuando no nos
gusta un amigo muerto, lo llevamos a la mesa de disección.
Macfarlane
lo miró enojado, como si aquella broma fuera muy poco de su agrado.
Fue
pasando la tarde. Gray –era el nombre del desconocido– invitó a Fettes a cenar
con ellos, encargando un festín tan suntuoso que la taberna entera tuvo que
movilizarse. Cuando terminó la fiesta, le pidió a Macfarlane que pagara la
cuenta. Se separaron de madrugada, Gray estaba completamente borracho.
Macfarlane, sereno sobre todo a causa de la indignación, reflexionaba sobre el
dinero que se había visto obligado a malgastar y las humillaciones que había
tenido que soportar. Fettes, con diferentes licores cantándole dentro de la
cabeza, volvió a su casa con pasos inciertos y la mente totalmente en blanco.
Al día siguiente, Macfarlane faltó a clase y Fettes sonrió para sus adentros al
imaginárselo todavía acompañando al insoportable Gray de taberna en taberna. Cuando
se libró de sus obligaciones, se puso a buscar por todas partes a sus
compañeros de la noche anterior, pero no consiguió encontrarlos en ningún sitio.
En consecuencia, volvió pronto a su habitación, se acostó en seguida y durmió
el sueño de los justos.
A
las cuatro de la mañana lo despertó la señal acostumbrada. Al bajar a abrir la
puerta, su asombro fue grande cuando descubrió a Macfarlane con su calesín y,
dentro del vehículo, uno de aquellos horrendos bultos alargados que tan bien
conocía.
–¡Cómo!
–exclamó–. ¿Has salido tú solo? ¿Cómo te las has arreglado?
Pero
Macfarlane le hizo callar bruscamente, pidiéndole que se ocupara del asunto que
tenían entre manos. Después de subir el cuerpo y de depositarlo sobre la mesa,
Macfarlane hizo primero un gesto como de marcharse. Después se detuvo y pareció
dudar.
–Será
mejor que le veas la cara –dijo lentamente, como si le costara cierto trabajo
hablar–. Será mejor –repitió, al ver que Fettes se le quedaba mirando lleno de
asombro.
–Pero
¿dónde, cómo y cuándo ha llegado a tus manos? –exclamó el otro.
–Mira
su cara –fue la única respuesta.
Fettes
titubeó, lo asaltaron dudas extrañas. Contempló al joven médico y después el
cuerpo; luego volvió la vista hacia Macfarlane. Finalmente, dando un respingo,
hizo lo que se le pedía. Estaba esperando el espectáculo con que se tropezaron
sus ojos, pero, de todas formas, el impacto fue violento. Ver al hombre –inmovilizado por la rigidez de la muerte y
desnudo sobre el basto tejido de arpillera–
del que se había separado, dejándolo bien vestido y con el estómago
satisfecho en el umbral de una taberna, despertó, hasta en el atolondrado
Fettes, algunos de los terrores de la consciencia. El hecho de que dos personas
que había conocido, hubieran terminado sobre las heladas mesas de disección era
un cras tibi[7]
que iba repitiéndose por su alma en ecos sucesivos. Con todo, aquellas eran
sólo preocupaciones secundarias. Lo que más le importaba era Wolfe. Falto de
preparación para enfrentarse con un desafío de tanta importancia, Fettes no
sabía cómo mirar a la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con
él y, por el asombro, le faltaban tanto las palabras como la voz.
Fue
Macfarlane quien dio el primer paso. Se acercó tranquilamente por detrás y puso
una mano, con suavidad pero con firmeza, sobre el hombro del otro.
–Richardson
–dijo–, puede quedarse con la cabeza.
Richardson
era un estudiante que, desde tiempo atrás, se venía mostrando muy deseoso de disponer
de esa porción del cuerpo humano para sus prácticas de disección. No recibió
ninguna respuesta, y el asesino continuó:
–Hablando
de negocios, debes pagarme. Tus cuentas tienen que cuadrar, como es lógico.
Fettes
encontró una voz que no era más que una sombra de la suya:
–¡Pagarte!
–exclamó–. ¿Pagarte por esto?
–Naturalmente,
no tienes más remedio que hacerlo. Desde cualquier punto de vista que lo
consideres –insistió el otro–, yo no me atrevería a darlo gratis ni tú a
aceptarlo sin pagar, nos comprometería a los dos. Éste es otro caso como el de
Jane Galbraith. Cuantos más cabos sueltos, más razones para actuar como si todo
estuviera en perfecto orden. ¿Dónde guarda su dinero el viejo K.?
–Allí
–contestó Fettes con voz ronca, señalando al armario del rincón.
–Entonces,
dame la llave –dijo calmadamente el otro, extendiendo la mano.
Después
de un momento de vacilación, la suerte quedó decidida. Macfarlane no pudo
suprimir un estremecimiento nervioso, manifestación insignificante de un
inmenso alivio, al sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario y sacó
pluma, tinta y el libro diario, que descansaban sobre una de las repisas. Del
dinero que había en un cajón, tomó la suma adecuada para el caso.
–Ahora,
mira –dijo Macfarlane–, ya se ha hecho el pago, primera prueba de tu buena fe,
primer escalón a la seguridad. Pero todavía tienes que asegurarlo con un
segundo paso. Anota el pago en el diario y estarás ya en condiciones de hacer
frente al mismo demonio.
Durante
los pocos segundos que siguieron, la mente de Fettes fue un torbellino de ideas,
pero al contrastar sus terrores, terminó triunfando el más inmediato. Cualquier
dificultad le pareció casi insignificante, comparada con una confrontación con
Macfarlane en aquel momento. Dejó la vela que había sostenido todo el tiempo y,
con mano segura, anotó la fecha, la naturaleza y el importe de la transacción.
–Y
ahora –dijo Macfarlane–, es de justicia que te quedes con el dinero. Yo he
cobrado ya mi parte. Por cierto, cuando un hombre de mundo tiene suerte y se
encuentra en el bolsillo con unas cuantas monedas extra, me da vergüenza hablar
de ello, pero hay una regla de conducta para esos casos. No hay que dedicarse a
invitar nada a nadie, ni a comprar libros caros para las clases, ni a pagar
viejas deudas; hay que pedir prestado en lugar de prestar.
–Macfarlane
–empezó Fettes, con voz todavía ronca–, me he puesto el nudo alrededor del
cuello por complacerte.
–¿Por
complacerme? –exclamó Wolfe–. ¡Vamos, vamos! Por lo que a mí respecta, no has
hecho más que lo que estabas obligado a hacer en defensa propia. Supongamos que
yo tuviera dificultades, ¿qué sería de ti? Este segundo accidente sin
importancia, procede, sin duda alguna, del primero. El señor Gray es la
continuación de la señorita Galbraith. No es posible empezar y pararse luego.
Si empiezas, tienes que seguir adelante, ésa es la verdad. Los malvados nunca
encuentran descanso.
Una
horrible sensación de oscuridad y una clara conciencia de la traición del
destino se apoderaron del alma del infeliz estudiante.
–¡Dios
mío! –exclamó–. ¿Qué es lo que he hecho? ¿Cuándo puede decirse que haya
empezado todo esto? ¿Qué hay de malo en que a uno lo nombren asistente? Service
quería ese puesto; Service podía haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la
situación en la que yo me encuentro ahora?
–Mi
querido amigo –dijo Macfarlane–, ¡qué ingenuidad la tuya! ¿Es que acaso te ha
pasado algo malo? ¿Es que puede pasarte algo malo si tienes la lengua quieta?
¿Es que todavía no te has enterado de lo que es la vida? Hay dos categorías de
personas: los leones y los corderos. Si eres un cordero, terminarás sobre una
de esas mesas como Gray o Jane Galbraith; si eres un león, seguirás vivo y
tendrás un caballo como el que tengo yo, como lo tiene K., como todas las
personas con inteligencia o con valor. Al principio se titubea, pero ¡mira a
K.! Mi querido amigo, eres inteligente, tienes valor. Yo te aprecio y K.
también te aprecia. Has nacido para ir a la cabeza, dirigiendo la cacería y, yo
te aseguro, por mi honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días
te reirás de estos espantapájaros tanto como un colegial que presencia una
farsa.
Con
esto Macfarlane se despidió y abandonó el callejón con su calesín para ir a
recogerse antes del alba. Fettes se quedó solo con los remordimientos. Vio los
peligros que le amenazaban. Vio, con indecible horror, el pozo sin fondo de su
debilidad y cómo, de concesión en concesión, había descendido de árbitro del
destino de Macfarlane a cómplice indefenso y a sueldo. Hubiera dado el mundo
entero por haberse mostrado un poco más valiente en el momento oportuno, pero
no se le ocurrió que la valentía estuviera aún a su alcance. El secreto de Jane
Galbraith y la maldita entrada en el libro-diario, habían cerrado su boca
definitivamente.
Pasaron
las horas, los alumnos empezaron a llegar y se fue haciendo entrega de los
miembros del infeliz Gray a unos y otros. Los estudiantes los recibieron sin
hacer el menor comentario. Richardson manifestó su satisfacción al dársele la
cabeza. Y, antes de que sonara la hora de la libertad, Fettes temblaba de
felicidad al darse cuenta de lo mucho que había avanzado en el camino hacia la
seguridad. Durante dos días siguió observando, con creciente alegría, el
terrible proceso de enmascaramiento.
Al
tercer día, Macfarlane reapareció. Dijo que había estado enfermo. Sin embargo, compensó
el tiempo perdido con la energía brindada a los estudiantes. De manera
especial, consagró su ayuda y sus consejos a Richardson. El alumno, animado por
los elogios del asistente, trabajó muy deprisa, lleno de esperanzas, viéndose
dueño ya de la medalla a la aplicación.
Antes
de que terminara la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane. Fettes
había sobrevivido a sus terrores y olvidado su bajeza. Empezó a adornarse con
las plumas de su valor y logró reconstruir la historia de tal manera, que podía
rememorar aquellos sucesos con malsano orgullo. A su cómplice lo veía poco. Se
encontraban en las clases, por supuesto; también recibían juntos las órdenes
del señor K. A veces intercambiaban una o dos palabras en privado y Macfarlane
se mostraba, de principio a fin, particularmente amable y jovial. Pero estaba
claro que evitaba cualquier referencia a su secreto, incluso cuando Fettes
susurraba que había decidido unir su suerte a la de los leones y rechazar la de
los corderos, se limitaba a indicarle con una sonrisa que guardara silencio.
Finalmente,
se presentó una ocasión para que los dos trabajaran juntos de nuevo. En la
clase del señor K. volvían a escasear los cadáveres. Los alumnos se mostraban
impacientes y, misteriosamente, una de las aspiraciones del maestro era estar
siempre bien provisto. Al mismo tiempo, llegó la noticia de que iba a
efectuarse un entierro en el rústico cementerio de Glencorse. El paso del
tiempo ha modificado muy poco el sitio en cuestión. El lugar estaba situado
entonces, como ahora, en un cruce de caminos, lejos de toda humana habitación y
escondido bajo el follaje de seis cedros. Los balidos de las ovejas en las colinas
de los alrededores, los riachuelos a ambos lados: uno cantando con fuerza entre
las piedras y el otro goteando furtivamente entre remanso y remanso; el rumor
del viento en los viejos castaños florecidos y, una vez a la semana, la voz de
la campana y las viejas melodías del chantre, eran los únicos sonidos que
turbaban el silencio de la iglesia rural. El Resurreccionista –por usar un
sinónimo de la época– no se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la
piedad tradicional. Parte integrante de su trabajo era despreciar y profanar
los pergaminos y las trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados
por pies devotos y afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el
afecto de los que aún siguen vivos. En las zonas rústicas, donde el amor es más
tenaz de lo corriente y donde los lazos de sangre o camaradería unen a toda la
sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse
repelido por natural respeto, agradece la facilidad y ausencia de riesgo con
que puede llevar a cabo su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la
tierra, en gozosa expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa
resurrección apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala
y el azadón. Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos restos,
vestidos de arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos
apartados, privados incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a
las mayores indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos. De manera
semejante a dos buitres, pueden caer en picada sobre un cordero agonizante,
Fettes y Macfarlane iban a abatirse sobre una tumba en aquel tranquilo lugar de
descanso, lleno de verdura. La esposa de un granjero, una mujer que había
vivido sesenta años y había sido conocida por su excelente mantequilla y su
bondadosa conversación, había de ser arrancada de su tumba a medianoche y
transportada –desnuda y sin vida– a la lejana ciudad que ella siempre había
honrado, poniéndose, para visitarla, sus mejores galas dominicales. El lugar
que le correspondía junto a su familia habría de quedar vacío hasta el día del
Juicio Final. Sus miembros inocentes, y siempre venerables, habrían de ser
expuestos a la fría curiosidad del disector[8].
A
última hora de la tarde, los viajeros –bien envueltos en sus capas y provistos
con una botella de formidables dimensiones– comenzaron su camino. Llovía sin
descanso: una lluvia densa y fría se desplomaba sobre el suelo, con inusitada
violencia. De vez en cuando, soplaba una ráfaga de viento, pero la cortina de
lluvia acababa con ella. A pesar de la botella, el trayecto hasta Panicuik,
donde pasarían la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron antes en
un espeso bosquecillo, no lejos del cementerio para esconder sus herramientas.
Después volvieron a pararse en la posada Fisher’s Tryst para brindar delante
del fuego, e intercalar una jarra de cerveza entre los tragos de whisky. Cuando
llegaron al final de su viaje, el calesín fue puesto a cubierto, se dio de
comer al caballo y los jóvenes doctores se acomodaron en un reservado para
disfrutar de la mejor cena y del mejor vino que la casa podía ofrecerles. Las
luces, el fuego, el golpear de la lluvia contra la ventana, el frío y el absurdo
trabajo que les esperaba, todo contribuía a hacer más placentera la comida. Con
cada vaso que bebían, su cordialidad aumentaba. Muy pronto, Macfarlane entregó
a su compañero un montoncito de monedas de oro.
–Un
pequeño obsequio –dijo–. Entre amigos estos favores tendrían que hacerse con
tanta facilidad como pasa de mano en mano uno de esos fósforos largos para
encender la pipa.
Fettes
se guardó el dinero y aplaudió con gran vigor el sentir de su colega.
–Eres
un verdadero filósofo –exclamó–. Yo no era más que un ignorante hasta que te
conocí. Tú y K. son… ¡Por Belcebú, que entre los dos harán de mí un hombre!
–Por
supuesto que sí –asintió Macfarlane–. Aunque, si he de serte franco, se
necesitaba un hombre para respaldarme el otro día. Hay algunos cobardes de
cuarenta años, muy corpulentos y pendencieros, que se hubieran puesto enfermos
al ver el cadáver, pero tú no…. tú no perdiste la cabeza. Te estuve observando.
–¿Y
por qué tenía que haberla perdido? –presumió Fettes–. No era asunto mío. Hablar
no me hubiera producido más que molestias, mientras que si callaba podía contar
con tu gratitud, ¿no es cierto? –y golpeó el bolsillo con la mano, haciendo
sonar las monedas de oro.
Macfarlane
sintió una punzada de alarma ante aquellas desagradables palabras. Puede que
lamentara la eficacia de sus enseñanzas en el comportamiento de su joven
colaborador, pero no tuvo tiempo de intervenir, porque el otro continuó en la
misma línea jactanciosa.
–Lo
importante es no asustarse. Confieso, aquí, entre nosotros, que no quiero que
me cuelguen, y eso no es más que sentido práctico. Sin embargo, el puritanismo,
Macfarlane, eso siempre lo he despreciado. El infierno, Dios, el demonio, el
bien y el mal, el pecado, el crimen y toda esa vieja galería de curiosidades…
quizá sirvan para asustar a los chiquillos, pero los hombres de mundo, como tú
y como yo, desprecian esas cosas. ¡Brindemos por la memoria de Gray!
Para
entonces se estaba haciendo tarde. Pidieron que les trajeran el calesín delante
de la puerta, con los dos faroles encendidos. Una vez cumplida la orden,
pagaron la cuenta y emprendieron la marcha. Explicaron que iban camino de
Peebles y tomaron aquella dirección hasta perder de vista las últimas casas del
pueblo. Luego, apagando los faroles, dieron la vuelta y siguieron un atajo que
los devolvía a Glencorse. No había otro ruido que el de su carruaje y el
incesante y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro por todas partes,
parecía que ingresaban a la boca del lobo. En ocasiones, se lograban guiar por
un portillo blanco o una piedra del mismo color, pero casi siempre tenían que
avanzar al paso y casi a tientas. Utilizaron todos sus recursos visuales
mientras atravesaban aquella ruidosa oscuridad, que los llevaría hacia su
solemne y aislado punto de destino. En la zona de bosques tupidos que rodeaba
el cementerio, la oscuridad se hizo total y no tuvieron más solución que volver
a encender uno de los faroles del calesín. De esta manera, bajo los árboles
goteantes y rodeados de grandes sombras que se movían continuamente, llegaron
al escenario de sus impíos trabajos.
Los
dos eran expertos en aquel asunto y muy eficaces con la pala. Cuando llevaban apenas
veinte minutos de tarea, se vieron recompensados con el sordo retumbar de sus
herramientas sobre la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, al hacerse
daño en la mano con una piedra, la tiró hacia atrás por encima de su cabeza sin
mirar. La tumba en la que, cavando, habían llegado a hundirse ya casi hasta los
hombros, estaba situada muy cerca del borde del camposanto. Todo estaba oscuro,
pero para iluminar mejor su área de trabajo, habían apoyado el farol del
calesín contra un árbol casi en el límite del empinado terraplén que descendía
hasta el arroyo. La casualidad dirigió certeramente aquella piedra. Se oyó, en
el acto, un estrépito de vidrios rotos. La oscuridad los envolvió; ruidos
alternativamente secos y vibrantes sirvieron para anunciarles la trayectoria
del farol terraplén abajo, y las veces que chocaba con árboles encontrados en
su camino. Una piedra o dos, desplazadas por el farol en su caída, le siguieron
dando tumbos hasta el fondo del vallecillo. Después el silencio, como la
oscuridad, se apoderó de todo y, por mucho que aguzaron el oído, no se oía más
que la lluvia, que tan pronto llevaba el compás del viento como caía sin
altibajos sobre millas y millas de campo abierto.
Como
casi estaban terminando su aborrecible tarea, juzgaron más prudente acabarla a
oscuras. Desenterraron el ataúd y rompieron la tapa; introdujeron el cuerpo en
el saco, que estaba completamente mojado y, entre los dos, lo transportaron
hasta el calesín. Uno se montó para sujetar el cadáver y el otro, llevando al
caballo por el bocado, fue a tientas junto al muro hasta llegar a un camino más
ancho que se encontraba cerca de la posada Fisher’s Tryst. Celebraron el débil
y difuso resplandor que allí había como si de la luz del sol se tratara. Con la
ayuda de la débil luz, consiguieron poner el caballo a buen paso y empezaron a
traquetear alegremente camino de la ciudad.
Los
dos se habían mojado hasta los huesos durante sus operaciones y ahora, al
saltar el calesín entre los profundos surcos de la senda, el objeto que
sujetaban los dos, caía con todo su peso, primero sobre uno y luego sobre el
otro. A cada repetición del horrible contacto, ambos rechazaban,
instintivamente, el cadáver con más violencia. Aunque los tumbos del vehículo
bastaban para explicar aquellos contactos, su repetición terminó por afectar a
los dos compañeros. Macfarlane hizo un chiste de mal gusto sobre la mujer del
granjero, chiste que brotó ya sin fuerza de sus labios y que Fettes dejó pasar
en silencio. Pero su extraña carga seguía chocando a un lado y a otro. Tan
pronto la cabeza se recostaba confianzudamente sobre un hombro como un trozo de
empapada arpillera, aleteaba gélidamente delante de sus rostros. Fettes empezó
a sentir frío en el alma. Al contemplar el bulto tenía la impresión de que
hubiera aumentado de tamaño. Por todas partes, cerca del camino y también a lo
lejos, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos. El
muchacho se fue convenciendo más y más de que algún inconcebible milagro había
tenido lugar: en aquel cuerpo muerto se había producido algún cambio misterioso
y que los perros aullaban debido al miedo que les inspiraba su terrible carga.
–Por
el amor de Dios –dijo, haciendo un gran esfuerzo para conseguir hablar–, por el
amor de Dios, ¡encendamos una luz!
Macfarlane,
al parecer, se veía afectado por los acontecimientos de manera muy similar y,
aunque no dio respuesta alguna, detuvo al caballo, entregó las riendas a su
compañero, se apeó y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían
llegado más allá del cruce de caminos que conduce a Auchenclinny. La lluvia
seguía cayendo como si fuera a repetirse el diluvio universal, y no era nada
fácil encender fuego en aquel mundo de oscuridad y de agua. Cuando, por fin, la
vacilante llama azul fue traspasada a la mecha y empezó a ensancharse y hacerse
más luminosa, creando un amplio círculo de imprecisa claridad alrededor del
calesín, los dos jóvenes fueron capaces de verse el uno al otro y también el
objeto que acarreaban. La lluvia había ido amoldando la arpillera al contorno
del cuerpo que cubría, de manera que la cabeza se distinguía perfectamente del
tronco y los hombros se recortaban con toda claridad. Algo espectral y humano
los obligaba a mantener los ojos fijos en aquel horrible compañero de viaje.
Durante
algún tiempo, Macfarlane permaneció inmóvil, sujetando el farol. Un horror
inexpresable envolvía el cuerpo de Fettes, como una sábana humedecida, contrayendo
sus pálidas facciones: un miedo que no tenía sentido, un horror a lo que no
podía ser, se iba apoderando de su cerebro. Un segundo más y hubiera hablado.
Pero su compañero se le adelantó.
–Esto
no es una mujer –dijo Macfarlane con voz que no era más que un susurro.
–Era
una mujer cuando la subimos al calesín –respondió Fettes.
–Sostén
el farol –dijo el otro–. Tengo que verle la cara.
Y mientras Fettes mantenía en alto el farol, su compañero desató el saco y dejó la cabeza al descubierto. La luz iluminó con toda claridad las bien moldeadas facciones y afeitadas mejillas de un rostro demasiado familiar, que ambos jóvenes habían contemplado con frecuencia en sus sueños. Un violento alarido rasgó la noche. Ambos saltaron del coche. El farol cayó y se rompió, apagándose; el caballo, aterrado por toda aquella agitación tan fuera de lo corriente, se encabritó y salió disparado hacia Edimburgo a todo galope, llevando consigo, como único ocupante del calesín, el cuerpo de aquel Gray con el que los estudiantes de anatomía hicieran prácticas de disección meses atrás.
[1] Un tipo de tejido, comúnmente de lana, muy fuerte e impermeable.
[2] Parálisis de algunas funciones del cerebro debida a una hemorragia
u otra causa.
[3] Tela negra apelmazada y brillosa que se usaba para capas, abrigos y
otras prendas de uso exterior.
[4] Tela muy fina para hacer camisas y otra ropa.
[5] Carruaje de dos asientos jalado únicamente por un caballo.
[6] Título que en la antigua Turquía (imperio otomano) se daba a un
gobernador o general.
[7] Expresión latina abreviada que significa “mañana a ti”; es la
segunda parte de Hodie mihi, cras tibi,
oración que completa se puede traducir como "Hoy muero yo, mañana lo harás
tú".
[8] Persona que se encarga de disecar.