Es inútil pintar donde es posible describir. Picasso nos descubre el
verdadero rostro de la pintura. Con el rechazo de todo propósito ornamental,
anecdótico o simbólico, alcanza una pureza pictórica desconocida hasta
entonces. No conozco cuadros del pasado, incluidos los más refinados, que sean
pura pintura, con sus obras. Picasso no anula el objeto, sino que lo ilumina
con su inteligencia y su sensibilidad. Combina percepciones visuales con
percepciones táctiles. Examina, comprende y organiza: el cuadro no debe ser una
transposición o un diagrama; en él se debe contemplar el equivalente sensible y
viviente de una idea, la imagen total. Tesis, antítesis y síntesis: esta vieja
fórmula es sometida a una enérgica inversión de los dos primeros términos: Picasso
se confiesa realista. Cézanne nos mostraba las formas que vivían en la realidad
de la luz; Picasso nos ofrece una perspectiva libre, móvil, de la que el
ingenioso matemático Maurice Princet ha deducido toda una geometría.
Las sombras delicadas se neutralizan entre sí en torno a ardientes construcciones. Pablo Picasso desdeña la técnica a menudo brutal de los llamados coloristas, y
devuelve los siete colores a la primordial unidad del blanco.
El abandono de la gravosa herencia del dogma; los repetidos ataques a las
costumbres; la negación lírica de los axiomas; la ingeniosa y continua mezcla
de lo que es sucesivo y simultáneo: Georges Braque conoce a la perfección las
grandes leyes naturales que justifican esta libertad. Ya pinte un rostro o una
fruta, la imagen total se irradia en la duración, y el cuadro no es ya una
porción muerta de espacio. Un volumen dominante nace fisiológicamente de masas
consistentes. Y este milagroso proceso dinámico tiene un contrapunto fluido en
un esquema cromático que depende del ineluctable doble principio de los tonos cálidos
y de los tonos fríos.
Braque, modelando alegremente nuevos signos plásticos, no comete un solo
error porque sí. No nos engaña con la palabra “nuevo”: sin quitarle nada a la
audacia innovadora de este pintor, lo podemos parangonar a Chardin y a Lancret:
podemos vincular la gracia audaz de su arte al genio de nuestra raza.
“Nota sobre la pintura”, de Jean Metzinger, se publicó en Pan, en 1910.