¿Qué me hace mexicano? ¿Mi rostro? ¿Mi apellido? ¿Me pasaporte? Hace
algunos años le dije a alguien que ya no quería seguir siendo mexicano.
Recuerdo que aquella persona me miró con un gesto preocupado y me dijo: ten
cuidado… fíjate a quién le dices ese tipo de cosas. Y lo tuve. Siempre me había
molestado tener que identificarme con la idea oficial de mi país, de mi
nacionalidad. Detestaba esa marca de fuego grabada en mi frente: un águila con
las alas rotas, una serpiente partida a la mitad. Una equis de ceniza como
tatuaje sacramental: la equis católica e irónica de México, una encrucijada donde
siempre me inmovilizó la indecisión. Me enseñé a rechazar esa idea de patria
que durante años nos habían venido vendiendo a cambio de nuestros impuestos, de
nuestros salarios de miseria, de nuestros votos violados. No quería ser
mexicano, porque no quería ser nada. Quería, quise, una desnudez total,
apátrida, nómada, gitana.
En mi visita a la ciudad vi con asco las banderas gigantescas que ondeaban
un orgullo absurdo y risible en la casa presidencial y en el Zócalo, ombligo
del país, mientras que en la bolsa de valores mexicana se decidía al mismo
tiempo el verdadero futuro de su gente. País en venta. Pueblo en venta, pero
con una banderita tricolor en cada mano.
La pregunta siguiente: ¿qué significaba ser mexicano en el extranjero?
Imposible saberlo. Yo nunca pude hablar más que de mi propia experiencia. Me
acostumbré a ver, cada vez que iba a comer a un restaurante en San Francisco,
los rostros oscuros de mis compatriotas asomándose desde cada cocina de cada
restaurante californiano. Me acostumbré al dolor que me producía ver esa
existencia de servidumbre: los albañiles, las empleadas domésticas, los
lavacoches, las niñeras, los cientos de campesinos que recogen las frutas y las
verduras que compramos en supermercados relucientes; los jornaleros del barrio
latino que en la calle César Chávez esperan que alguien los contrate por al
menos algunas horas. California los convirtió, a todos y a cada uno de ellos,
en su chivo expiatorio, en su enemigo, en su hijo indeseado, su bastardo. Yo solamente
fui testigo de todo eso. Mis colegas mexicanos que daban clases en las
universidades de Estados Unidos veían otra California. Yo no pude quedarme en
el campus. Nuca quise reducir mi experiencia de este país a un cubículo, a una
biblioteca. Siguiendo una fragancia de mujer me descubrí de pronto en el
corazón de la vida real de California. Allí, en el centro de ese corazón
gastado, descubrí que ser mexicano en California significaba simplemente ser
uno más en el país del anonimato absoluto. No significaba nada.
Fragmento de la novela El cazador de tatuajes,
de Juvenal Acosta.