Puede que me reprochen el haber
insistido demasiado sobre la importancia de lo material. Aun concediendo al
simbolismo un amplio margen y suponiendo que quinientas libras signifiquen el
poder de contemplar y un pestillo en la puerta el poder de pensar por sí mismo,
quizá me digan que la mente debería elevarse por encima de estas cosas; y que
los grandes poetas a menudo han sido pobres. Permítanme, entonces, citarles las
palabras de su propio profesor de Literatura, que sabe mejor que yo qué entra
en la fabricación de un poeta. Sir Arthur Quiller-Couch escribe:
«¿Cuáles son los grandes nombres de la poesía de estos últimos cien años aproximadamente? Coleridge, Wordsworth, Byron, Shelley, Landor, Keats, Tennyson, Browning, Arnold, Morris, Rossetti, Swinburne. Parémonos aquí. De estos, todos menos Keats, Browning y Rossetti tenían una formación universitaria; y de estos tres, Keats, que murió joven, segado en la flor de la edad, era el único que no disfrutaba de una posición bastante acomodada. Quizá parezca brutal decir esto, y desde luego es triste tener que decirlo, pero lo rigurosamente cierto es que la teoría de que el genio poético sopla donde le place y tanto entre los pobres como entre los ricos, contiene poca verdad. Lo rigurosamente cierto es que nueve de estos doce poetas tenían una formación universitaria: lo que significa que, de algún modo, consiguieron los medios para obtener la mejor educación que Inglaterra puede dar. Lo rigurosamente cierto es que de los tres restantes, Browning, como saben, era rico, y apuesto cualquier cosa a que, si no lo hubiera sido, no hubiera logrado escribir Saúl o El anillo y el libro, de igual modo que Ruskin no hubiera logrado escribir Pintores modernos si su padre no hubiera sido un próspero hombre de negocios. Rossetti tenía una pequeña renta personal; además pintaba. Sólo queda Keats, al que Atropos mató joven, como mató a John Clare en un manicomio y a James Thomson por medio del láudano que tomaba para drogar su decepción. Es una terrible verdad, pero debemos enfrentarnos con ella. Lo cierto —por poco que nos honre como nación— es que, debido a alguna falta de nuestro sistema social y económico, el poeta pobre no tiene hoy día, ni ha tenido durante los pasados doscientos años, la menor oportunidad. Creedme —y he pasado gran parte de diez años estudiando unas trescientas veinte escuelas elementales—, hablamos mucho de democracia, pero de hecho en Inglaterra un niño pobre no tiene muchas más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esta libertad intelectual de la que nacen las grandes obras literarias».
Nadie podría exponer el asunto
más claramente. «El poeta pobre no tiene hoy día, ni ha tenido durante los
últimos doscientos años, la menor oportunidad... En Inglaterra un niño pobre no
tiene más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esta libertad
intelectual de la que nacen las grandes obras literarias». Exactamente. La
libertad intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la
libertad intelectual. Y las mujeres siempre han sido pobres, no sólo durante
doscientos años, sino desde el principio de los tiempos. Las mujeres han gozado
de menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las
mujeres no han tenido, pues, la menor oportunidad de escribir poesía. Por eso
he insistido tanto sobre el dinero y sobre el tener una habitación propia. Sin
embargo, gracias a los esfuerzos de estas mujeres desconocidas del pasado, de
estas mujeres de las que desearía que supiéramos más cosas, gracias, por una
curiosa ironía, a dos guerras, la de Crimea, que dejó salir a Florence
Nightingale de su salón, y la Primera Guerra Mundial, que le abrió las puertas
a la mujer común unos sesenta años más tarde, estos males están en vías de ser
enmendados. Si no, no estarían aquí esta noche y sus posibilidades de ganar
quinientas libras al año, aunque desgraciadamente, siento decirlo, siguen
siendo precarias, serían ínfimas.
De todos modos, quizá me digan:
¿por qué le parece a usted tan importante que las mujeres escriban libros, si,
según dice, requiere tanto esfuerzo, puede llevarla a una a asesinar a su tía,
muy probablemente la hará llegar tarde a almorzar y quizá la empuje a
discusiones muy graves con muy buenas personas? Mis motivos, debo admitirlo,
son en parte egoístas. Como a la mayoría de las inglesas poco instruidas, me
gusta leer, me gusta leer cantidades de libros. Últimamente mi régimen se ha
vuelto un tanto monótono; en los libros de Historia hay demasiadas guerras; en
las biografías, demasiados grandes hombres; la poesía ha demostrado, creo,
cierta tendencia a la esterilidad, y la novela... Pero mi incapacidad como
crítico de novela moderna ha quedado bastante patente y no diré nada más sobre
este tema. Por tanto, les pediré que escriban toda clase de libros, que no
titubeen ante ningún tema, por trivial o vasto que parezca. Espero que encuentren,
a tuertas o a derechas, bastante dinero para viajar y holgar, para contemplar el
futuro o el pasado del mundo, soñar leyendo libros y rezagarlos en las
esquinas, y hundir hondo la caña del pensamiento en la corriente. Porque de
ninguna manera les quiero limitar a la novela. Me complacerían mucho —y hay
miles como yo— si escribieran libros de viajes y aventuras, de investigación y
alta erudición, libros históricos y biografías, libros de crítica, filosofía y
ciencias. Con ello sin duda beneficiarían el arte de la novela. Porque, en
cierto modo, los libros se influencian los unos a los otros. La novela no puede
sino mejorar al contacto de la poesía y la filosofía. Además, si estudian
alguna de las grandes figuras del pasado, como Safo, Murasaki, Emily Brontë,
veran que es una heredera a la vez que una iniciadora y ha cobrado vida porque
las mujeres se han acostumbrado a escribir como cosa natural; de modo que sería
muy valioso que desarrollasen esta actividad, aunque fuera como preludio a la
poesía.
Fragmento del ensayo Una
habitación propia, de Virginia Woolf.