El mexicano,
obstinadamente cerrado ante el mundo y sus semejantes, ¿se abre ante la muerte?
La adula, la festeja, la cultiva, se abraza a ella, definitivamente y para siempre,
pero no se entrega. Todo está lejos del mexicano, todo le es extraño y, en
primer término, la muerte, la extraña por excelencia. El mexicano no se entrega
a la muerte, porque la entrega entraña sacrificio. Y el sacrificio, a su vez,
exige que alguien dé y alguien reciba. Esto es, que alguien se abra y se encare
a una realidad que lo trasciende. En un mundo intrascendente, cerrado sobre sí
mismo, la muerte mexicana no da ni recibe; se consume en sí misma y a sí misma
se satisface. Así pues, nuestras relaciones con la muerte son íntimas —más
íntimas, acaso, que las de cualquier otro pueblo— pero desnudas de
significación y desprovistas de erotismo. La muerte mexicana es estéril, no
engendra como la de aztecas y cristianos.
Nada más opuesto
a esta actitud que la de europeos y norteamericanos. Leyes, costumbres, moral
pública y privada, tienden a preservar la vida humana. Esta protección no
impide que aparezcan cada vez con más frecuencia ingeniosos y refinados
asesinos, eficaces productores del crimen perfecto y en serie. La reiterada
irrupción de criminales profesionales, que maduran y calculan sus asesinatos
con una precisión inaccesible a cualquier mexicano; el placer con que relatan
sus experiencias, sus goces y sus procedimientos; la fascinación con que el
público y los periódicos recogen sus confesiones; y, finalmente, la reconocida
ineficacia de los sistemas de represión con que se pretende evitar nuevos
crímenes, muestran que el respeto a la vida humana que tanto enorgullece a la
civilización occidental es una noción incompleta o hipócrita.
El culto a la
vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son
inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la
vida. La perfección de los criminales modernos no es nada más una consecuencia
del progreso de la técnica moderna, sino del desprecio a la vida
inexorablemente implícito en todo voluntario escamoteo de la muerte. Y podría
agregarse que la perfección de la técnica moderna y la popularidad de la "murder
story" no son sino frutos (como los campos de concentración y el empleo de
sistemas de exterminación colectiva) de una concepción optimista y unilateral
de la existencia. Y así, es inútil excluir a la muerte de nuestras
representaciones, de nuestras palabras, de nuestras ideas, porque ella acabará
por suprimirnos a todos y en primer término a los que viven ignorándola o
fingiendo que la ignoran.
Cuando el
mexicano mata —por vergüenza, placer o capricho— mata a una persona, a un
semejante. Los criminales y estadistas modernos no matan: suprimen.
Experimentan con seres que han perdido ya su calidad humana. En los campos de
concentración primero se degrada al hombre; una vez convertido en un objeto, se
le extermina en masa. El criminal típico de la gran ciudad —más allá de los
móviles concretos que lo impulsan— realiza en pequeña escala lo que el caudillo
moderno hace en grande. También a su modo experimenta: envenena, disgrega
cadáveres con ácidos, incinera despojos, convierte en objeto a su víctima. La antigua
relación entre víctima y victimario, que es lo único que humaniza al crimen, lo
único que lo hace imaginable, ha desaparecido. Como en las novelas de Sade, no
hay ya sino verdugos y objetos, instrumentos de placer y destrucción.
Y la
inexistencia de la víctima hace más intolerable y total la infinita soledad del
victimario. Para nosotros el crimen es todavía una relación —y en ese sentido
posee el mismo significado liberador que la Fiesta o la confesión—. De ahí su
dramatismo, su poesía y —¿por qué no decirlo?— su grandeza. Gracias al crimen,
accedemos a una efímera trascendencia.
Fragmento del
ensayo El laberinto de la soledad, de Octavio Paz.