Queridísimo padre:
Hace poco me
preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte
una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque
para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener
medianamente presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito,
sólo será de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me
disminuyen frente a ti, incluso escribiendo, y porque la amplitud de la materia
supera mi memoria y mi capacidad de raciocinio.
A ti la cosa
siempre te ha resultado muy sencilla, al menos en la medida en que has hablado
de ella delante de mí y delante -indiscriminadamente- de muchos otros. Tú piensas
más o menos lo siguiente: has trabajado a destajo tu vida entera, lo has sacrificado
todo por tus hijos, muy especialmente por mí, lo que me ha permitido vivir «por
todo lo alto», he tenido completa libertad para estudiar lo que me ha
apetecido, no tengo motivos de preocupación en cuanto al pan de cada día, o
sea, no tengo motivo alguno de preocupación; tú no has exigido a cambio
gratitud, conoces «la gratitud de los hijos», pero sí al menos una cierta
deferencia, alguna que otra muestra de simpatía; en lugar de eso, yo siempre me
he escabullido de tu presencia, refugiándome en mi habitación, en los libros, en amigos chalados, en ideas exaltadas; nunca he
hablado abiertamente contigo, nunca me he puesto a tu lado en el templo, jamás
te he ido a ver a Franzensbad, ni en general he tenido nunca espíritu de
familia, no me he ocupado de la tienda ni de tus demás asuntos, te he endosado
la fábrica y después te he dejado plantado, a Ottla la he apoyado en su
caprichosa testarudez y mientras que por ti no muevo un dedo (ni siquiera te
traigo entradas para el teatro), por los amigos lo hago todo.
Si resumes lo
que piensas de mí, el resultado es que no me echas en cara nada propiamente
inmoral o malo (a excepción tal vez de mi último proyecto matrimonial), pero sí
frialdad, rareza, ingratitud. Y me lo echas en cara de una manera como si fuese
culpa mía, como si yo hubiese podido cambiarlo todo con sólo dar un giro al
volante, mientras que tú no tienes la menor culpa, como no sea la de haber sido
demasiado bueno conmigo.
Esta forma tuya
habitual de presentar las cosas la considero acertada sólo en el sentido de que
yo también creo que tú no tienes en absoluto la culpa de nuestro mutuo
distanciamiento. Pero tampoco la tengo yo, en absoluto. Si pudiese llegar a
convencerte de ello, entonces sería posible, no una nueva vida, para eso ya
tenemos los dos demasiados años, pero sí una especie de paz; sería posible, no
que dejaras tus incesantes reproches, pero sí que los suavizaras.
Es curioso, pero
una cierta idea de lo que quiero decir sí que tienes. Así, por ejemplo, hace
poco me dijiste: «Yo siempre te he querido, aunque exteriormente no haya sido contigo
como suelen ser otros padres, precisamente porque no sé disimular como otros». Yo,
padre, nunca he puesto en duda, en general, tu bondad para conmigo, pero esa observación
no la considero acertada. Tú no sabes disimular, eso es cierto, pero sólo por ese
motivo querer afirmar que los otros padres disimulan es, o bien puras ganas de
no dar el brazo a torcer, y entonces no vale la pena seguir discutiendo, o bien
(y de eso se trata realmente, en mi opinión) una forma velada de expresar que
algo no funciona entre nosotros y que tú has contribuido, aunque sin culpa, a
que así sea. Si realmente es esto lo que piensas, estamos de acuerdo.
No digo,
naturalmente, que yo sea lo que soy solamente debido a tu influencia. Eso sería
muy exagerado (y yo incluso tiendo a esa exageración). Es muy posible que,
aunque me hubiese criado completamente fuera de tu influencia, no hubiera llegado
a ser la persona que tú habrías deseado. Probablemente hubiera sido un ser
débil, pusilánime, vacilante, inquieto, ni un Robert Kafka ni un Karl Hermann,
pero completamente distinto del que realmente soy, y tú y yo nos habríamos
entendido a las mil maravillas. Yo habría sido feliz de tenerte como amigo,
como jefe, como tío, como abuelo, sí, incluso (si bien aquí ya vacilo más) como
suegro. Pero justamente como padre has sido demasiado fuerte para mí, sobre
todo porque mis hermanos murieron pequeños, las hermanas llegaron mucho
después, y yo tuve que resistir completamente solo el primer embate y fui demasiado
débil para ello.
Fragmento de “Carta
al Padre”, de Franz Kafka.