Abigael Bohórquez
nació en Sonora el 12 de marzo de 1936. Fue poeta y dramaturgo. Perteneciente a
la estirpe de los poetas malditos del siglo XX de la literatura mexicana. Su
labor como escritor fue constante, pero poco valorada. Aún su nombre es muy
poco pronunciado en el ámbito académico, sin mencionar que su trabajo no ha
sido recogido en ninguna antología de poesía mexicana. Incluso el Gran
Cocodrilo, Efraín Huerta, lo llamó: “poeta de poderosa y macha poesía”.
Mientras que Carlos Pellicer afirmaba: “México tiene en este joven a un poeta
extraordinario”
Bohórquez
publicó más 18 libros de poesía y teatro. En su libro Las amarras terrestres
(1969) había ofrecido una poesía madura, muy personal, en donde el yo poético
sobresale de manera desmesurada. Navegación en Yoremito (1993) y Poesida (1996)
son momentos casi insuperables de la poesía mexicana que sirven para comprender
el devenir de la poesía contemporánea mexicana. Además, el poeta sonorense
nunca tuvo prejuicios ni tabús para hablar abiertamente de su homosexualidad,
siendo uno de los primeros escritores en tratar este tema, pues su poesía fue
la salida a la incertidumbre, la soledad, el desamparo después de la muerte de
su madre, pero sobre todo de sí mismo. En sus versos encontramos la intensidad,
el dolor, la añoranza, la melancolía, la ausencia, la muerte, la desesperanza;
la soledad irremediable que se le postró como una sombra, y la cotidianidad de
la Ciudad de México como símbolo de pertenencia. En Bohórquez encontramos, sin
duda, una de nuestras cimas líricas, una identificación desgarradora pero
no letal.
Su poesía con
tintes barrocos del Siglo de Oro y Renacentistas combinados con neologismos
acorde a su época, encaran al lenguaje ortodoxo, provoca un escándalo, entra
con cautela para después estallar con la tragedia y sorprende con una
emotividad inefable.
A Bohorquéz le
llegó la muerte un 28 de noviembre de 1995, a los 59 años, en medio de la
soledad, la única que lo nombró y la
única en la que se reconoció “Y digo entonces para no estar tan solo, que ésta
es mi voz no otra; la que se duerme en ti: soledad en mi casa de terrestre
ceniza y flor remota; y desde ti me nombro”.
Llanto por la Muerte de un Perro
Hoy me llegó la carta de mi madre
y me dice, entre otras cosas: —besos y palabras—
que alguien mató a mi perro.
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
—me cuenta—,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado
hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
—blanco y quebrado—,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho…”
Y, ¿por qué no?
yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
el mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.
Mi perro era corriente,
humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
al perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
—dice mi madre—
y se fue tras de su alma —los perros tienen alma:
una mojadita como un trino—
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado…”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.
Madre ya he crecido
Madre,
cuando después del golpe más profundo
y luego que tu entrega
fue una ronca palabra desolada
y fuiste henchida;
cuando subí hasta el centro de tu vida
y fui la inefable señal,
tu paso
se volvió cauteloso
porque iba en ti el misterio,
ay, tu voz se hizo lenta, encubierta,
como tus lágrimas,
y cuando fuiste como la brisa entre las cosas
porque temías despertarme.
Cuando yo fui en tu alcándara la ropa,
cuando me di en tus ojos
y fui en tu soltería violentada
aquel: ¿cómo será?,
cuando fuiste la celda y me embebía
lo mejor de tus húmedos temblores,
cuando en tu juventud escarnecida
fui la certeza, las ánforas colmadas:
tu andar aminoró blando, callado,
se volvió sigiloso como el pavor
y buscaste las cosas en silencio
porque temías despertarme.
Cuando fui disidencia
y gota a gota de tu entraña fuiste forjando mi esqueleto
caminaste con miedo por los cuartos
porque temías despertarme.
Y por mí, que venía,
se ensanchó tu cintura diminuta,
y el seno humedecido
por la espesa camelia de la leche
se enriqueció con el fervor nocturno de rezar.
Para mí que venía,
tu cuerpo maduró de amaneceres,
de esos amaneceres del insomnio
donde fue tu aguardar dolido culto.
Entonces
ya no pudiste ir por las alcobas
porque yo te cansaba desde adentro
y porque,
madre,
rodeada de tus faltas y tu exilio
eras el hálito inerme de la tierra;
adivinaste
la hondura maternal de la mañana
y el sentido del viento,
y hasta del suelo que pisabas, torpe y henchida,
levantaste la hierba para el nido,
porque dentro de ti te duplicabas
tan pequeña, tan sola;
te movías extraña entre las cosas,
y llorabas, pero en silencio, cautelosamente,
porque temías despertarme.
Luego menguó tu cuerpo,
vació la copa su escanciada imagen
y en tu grito
mordido y necesario me tuviste,
pero calladamente, porque temías despertarme;
ya que miraste mi fealdad minúscula,
habituaste a tus brazos con mi peso,
meciste en el impulso de besarme
la forma muerte de mi cuerpo amargo,
y en el vaivén del ritmo señalado
me miraste hacia adentro, estremecida,
y presentiste mi semblante breve,
mi destino poeta,
la dura suerte de sufrir temprano.
Ay, cuando me mecías
cómo cantaba Dios en tu garganta.
Madre, ya he crecido,
en las manos
padezco los estigmas de aquel pueblo,
en la mirada llevo
las normas de humildad que me legaste
y en mis labios tu voz
que tomó rosas de las rosas;
madre, ya he crecido,
no me pidas buscar los huecos de la infancia
para llenarlos de recuerdos,
no me pidas me borren la sien de la locura
con un pañuelo tuyo,
ya he crecido.
Sé que no tengo noches venideras ni esperanza posible,
sé que el poema es vuelo subterráneo
a la espera de luz que lo rescate;
ya he crecido,
pero sé que la herida sigue abriéndose
porque no empaño ya, madre, los espejos,
y nadie querrá ya decir mi nombre,
yo sé que busco las jóvenes cinturas,
los peces de mi signo penetrándose,
que a la azucena tengo encarcelada al doblar de la esquina,
que el sueño me da vueltas,
y que aguardo mi noche bajo el íntimo vidrio
de todas las estrellas;
yo sé que he de buscar el cielo roto
en que cansé tu vientre de raíces
para saber cómo éramos entonces;
tú que fuiste en mi ser estas dos cosas:
el ignorado padre de mi cuerpo
y la serena madre de mi muerte,
no me hagas recordar si ya presientes
mi semblante que esconde su agonía,
mi destino poeta,
mi dura suerte de morir temprano,
cuando se huyan las horas por las huellas del aire,
y se libere el fruto de su cáscara infame,
y el sol de todo un día se apague en las rendijas.
Ahora te peso más y más te canso,
ahora te duele más mi vida
y aún temes despertarme;
aun no termina tu dolor conmigo ni mi dolor contigo.
Han pasado veinte años.
Hoy que ya me conoces
y que sigo pensándote y doliéndote,
es la crudeza de vivir y el miedo de vivir
lo que muy hondo
como un río de bocas me taladra.
Porque yo quiero dormir el sueño blando
en que sumerge su mentón la noche
tras el diluvio cal de las estrellas,
porque yo quiero dormir en las orillas
donde el tumulto reza por un muerto,
para ya no dolerte más,
para que temas despertarme
cuando tu paso huya por los puentes,
y todos se den cuenta que me he muerto,
y no olvides mi nombre casi angustia:
Abigael… Abigael…
para que temas despertarme cuando sepas
que me he dormido para siempre
Canciones de soledad para no estar tan
solo
II
Y digo entonces
para no estar tan solo,
que ésta es mi voz,
no otra;
la que se duerme en ti:
soledad en mi casa
de terrestre ceniza y flor remota;
y desde ti me nombro
puerta quemada, ojo
que el amor se ha comido,
topacio de la oscura violencia,
mordedura del hombre donde, acaso,
estuvo alguna vez el paraíso.
Y digo entonces que no es
mi voz;
que es otra: ésta;
porque pensar en ti
es un poco pensar en todo
lo que ha precedido,
en todo lo que vendrá después
y en lo que no será nunca
y estoy triste
por todo esto demasiado tarde
o demasiado temprano;
y digo que estaré esperando,
aún sin esperanzas,
de regreso de todo,
hasta de ti,
aunque ni a ti te importe
y no escuches.
Salí a reconocerme por la ciudad
y me encontré de pronto, convocado,
vuelto a punta de pies hasta mi origen,
—puedes vestirte ya—,
náufrago de mi niñez;
—muerte, desentúmete un poco—
y acabo de dejarte,
y te has ido de nuevo,
y digo entonces
que no es ésta mi voz,
que es otra,
la que tú te llevaste,
la que tienes
y heme ahora, aquí,
preguntando para qué soy,
para qué sirvo,
para qué la poesía,
qué cumplo,
preguntando:
cómo es mi voz, dónde,
dónde tú, en cuál lugar,
dónde el amor, con quién,
qué caso tiene el amor
y nadie…
nadie…
y desnudo y pequeño y regresado
me abro
a llorar