Reinaldo Arenas es uno de los
escritores más valerosos del mundo. Rechazó a Batista, estuvo en contra de
Fidel Castro, criticó la dictadura cubana dentro de la dictadura cubana; se
declaró abiertamente homosexual dentro de una dictadura; lo encarcelaron y
torturaron y él continuó escribiendo. Sus libros eran famosos en todo el mundo,
pero Guillén y Piñera rechazaban que existía Reinaldo Arenas en Cuba. Es decir,
los intelectuales rechazaban su existencia por cobardía, y ellos siempre se
declaraban críticos. Lo exiliaron y criticó al capitalismo desde el
capitalismo. Hablaba inglés y francés de manera fluida. Se infectó de VIH y
continuó escribiendo. Lamentablemente, se suicidó. Y, claro, no necesitó de un
Nobel para poder hacer su trabajo durante 30 años consecutivos.
Recomendamos “Reinaldo
Arenas contra Fidel Castro, la homofobia y el VIH”.
De modo que
Cervantes era manco
De modo que Cervantes
era manco;
sordo, Beethoven; Villon, ladrón;
Góngora de tan loco andaba en zanco.
¿Y Proust? Desde luego, maricón.
Negrero, sí, fue Don Nicolás Tanco,
y Virginia se suprimió de un zambullón,
Lautrémont murió aterido en algún banco.
Ay de mí, también Shakespeare era maricón.
También Leonardo y Federico García,
Whitman, Miguel Ángel y Petronio,
Gide, Genet y Visconti, las fatales.
Ésta es, señores, la breve biografía
(¡vaya, olvidé mencionar a san Antonio!)
de quienes son del arte sólidos puntuales.
Tú y yo estamos
condenados
Tú y yo estamos
condenados
por la ira de un señor que no da el rostro
a danzar sobre un paraje calcinado
o a escondernos en el culo de algún monstruo.
Tú y yo siempre prisioneros
de aquella maldición desconocida.
Sin vivir, luchando por la vida.
Sin cabeza, poniéndonos sombrero.
Vagabundos sin tiempo y sin espacio,
una noche incesante nos envuelve,
nos enreda los pies, nos entorpece.
Caminamos soñando un gran palacio
y el sol su imagen rota nos devuelve
transformada en prisión que nos guarece.
Autoepitafio
Mal poeta enamorado
de la luna,
no tuvo más fortuna que el espanto;
y fue suficiente pues como no era un santo
sabía que la vida es riesgo o abstinencia,
que toda gran ambición es gran demencia
y que el más sórdido horror tiene su encanto.
Vivió para vivir que es ver la muerte
como algo cotidiano a la que apostamos
un cuerpo espléndido o toda nuestra suerte.
Supo que lo mejor es aquello que dejamos
-precisamente porque nos marchamos-.
Todo lo cotidiano resulta aborrecible,
sólo hay un lugar para vivir, el imposible.
Conoció la prisión, el ostracismo,
el exilio, las múltiples ofensas
típicas de la vileza humana;
pero siempre lo escoltí cierto estoicismo
que le ayudó a caminar por cuerdas tensas
o a disfrutar del esplendor de la mañana.
Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana
por la cual se lanzaba al infinito.
No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito,
ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto
(ni después de muerto quiso vivir quieto).
Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar
donde habrán de fluir constantemente.
No ha perdido la costumbre de soñar:
espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.