El buitre
Érase un buitre
que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora
me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos
alrededor y luego proseguía la obra.
Pasó un señor,
nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
—Estoy
indefenso —le dije— vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar
y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y
quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos
pedazos.
—No se deje
atormentar —dijo el señor—, un tiro y el buitre se acabó.
—¿Le
parece? —pregunté— ¿quiere encargarse del asunto?
—Encantado —dijo
el señor—; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿puede usted esperar
media hora más?
—No sé —le
respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí—: por
favor, pruebe de todos modos.
—Bueno —dijo
el señor—, voy a apurarme.
El buitre había
escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre
el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió
para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó
el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una
liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que
inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.
Ante la Ley
Ante la Ley hay
un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita
entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede
franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá
entrar más tarde.
—Es posible —dice
el guardián—, pero ahora, no.
Las puertas de
la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de
modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo
advierte, ríe y dice:
—Si tanto te
atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy
poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás
encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la
sola vista del tercero.
El campesino no
había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser
accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más
detenimiento al guardián, con su largo abrigo de pieles, su gran nariz
puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar hasta que él
le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite
sentarse al lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas
veces intenta entrar e importuna al guardián con sus ruegos. El guardián le
formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta acerca de su
terruño y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de
los grandes señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar
entrar. El hombre, que estaba bien provisto para el viaje, invierte todo —hasta
lo más valioso— en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero siempre repite
lo mismo:
—Lo acepto para
que no creas que has omitido algún esfuerzo.
Durante todos
esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos
los demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su
acceso a la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin
reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve
pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha
llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a
las pulgas que lo ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita
y ya no sabe si en la realidad está oscureciendo a su alrededor o si lo engañan
los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que
emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir
resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había
formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo
rígido ya no le permite incorporarse.
El guardián se
ve obligado a inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han
acentuado señaladamente con el tiempo, en desmedro del campesino.
—¿Qué quieres
saber ahora? –pregunta el guardián—. Eres insaciable.
—Todos buscan la
Ley –dice el hombre—. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie
más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella?
El guardián
comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos
debilitados perciban las palabras.
—Nadie más podía
entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora
cerraré.
Un sueño
Josef K soñó:
Era un hermoso
día y K quería pasear. Pero apenas había dado dos pasos, cuando ya se
encontraba en el cementerio. Allí había dos caminos muy artificiosos que se
entrecruzaban de forma poco práctica, pero él se deslizó por ellos como por un
torrente, con una actitud imperturbable y fluctuante. Desde la lejanía
descubrió un túmulo reciente en el que quería detenerse. Ese túmulo ejercía
sobre él una atracción poderosa y no creía ir lo suficientemente rápido.
Algunas veces apenas podía ver el túmulo, pues quedaba oculto por banderas que
se entrelazaban con fuerza. No se veía a sus portadores, pero parecía como si
allí reinase un gran júbilo.
Mientras dirigía
su vista a la lejanía, descubrió repentinamente el túmulo a su costado, en el
camino, ya casi a su espalda. Saltó rápidamente al césped. Como el terreno bajo
su pie de apoyo al saltar era deslizante se desequilibró y cayó precisamente
ante el túmulo y de rodillas. Detrás de la tumba había dos hombres que
sostenían una lápida en vilo. Apenas apareció K, arrojaron la lápida al suelo y
él quedó como si lo hubieran emparedado. Un tercer hombre, al que K reconoció
de inmediato como un artista, salió en seguida de un matorral. Vestía sólo unos
pantalones y una camisa mal abotonada. En la cabeza llevaba un gorro de
terciopelo y sostenía en la mano un lápiz común con el que, al acercarse, trazó
figuras en el aire. Se colocó con el lápiz arriba, sobre la lápida. Como ésta
era muy alta no tuvo que agacharse del todo, aunque sí inclinarse, pues el
túmulo, que no quería pisar, le separaba de la lápida. Permanecía, por
consiguiente, sobre las puntas de los pies y se apoyaba con la mano izquierda
sobre la superficie de la losa. Gracias a una hábil maniobra logró trazar
algunas letras doradas con el lápiz. Escribió: «Aquí descansa…». Cada letra
apareció clara y bella, perfecta y de oro puro. Cuando terminó de escribir las
dos palabras, se volvió y miró a K, que esperaba ansioso la continuación de la
escritura y apenas se preocupaba del hombre, ya que sólo mantenía fija la
mirada en la lápida. El hombre, en efecto, se dispuso a seguir escribiendo,
pero no podía, había algún impedimento. Bajó el lápiz y se volvió de nuevo
hacia K, que, ahora, se fijó en el pintor y advirtió que éste se encontraba en
un estado de gran confusión, aunque no podía decir la causa. Toda su animación
previa había desaparecido. También K quedó confuso. Intercambiaron miradas
suplicantes. Había un malentendido que ninguno podía aclarar. Comenzó a sonar
de un modo inoportuno la campana de la capilla perteneciente a la tumba, pero
el artista hizo un ademán y la campana se detuvo. Transcurrido un rato comenzó
a sonar de nuevo, esta vez en un tono muy bajo y deteniéndose al instante sin
ningún requerimiento. Era como si quisiera probar su sonido. K estaba
desconsolado por la situación del artista, comenzó a llorar y sollozó largo
tiempo cubriéndose el rostro con las manos. El artista esperó hasta que K se
hubo tranquilizado y entonces decidió seguir escribiendo, ya que no encontraba
otra salida. La primera línea que escribió supuso para K una liberación, aunque
el artista la realizó con gran resistencia. La escritura ya no era tan bella,
ante todo parecía faltar oro. La línea surgía pálida e insegura, la letra
quedaba demasiado grande. Era una «J», estaba casi terminada cuando el artista
pisoteó furioso la tumba, de tal modo que la tierra invadió el aire. K le
comprendió al fin. Para pedir perdón ya no había tiempo. Escarbó en la tierra,
que apenas oponía resistencia, con los dedos. Todo parecía preparado. Sólo
había una ligera capa para guardar las apariencias. Una vez retirada, apareció
una gran fosa con paredes escarpadas en la que K se hundió, puesto de espaldas
por una suave corriente. Mientras él, con la cabeza todavía recta sobre la
nuca, ya era recibido por la impenetrable profundidad, su nombre era inscrito
con poderosos ornamentos en la piedra.
Fascinado por
esta visión, despertó.