Por: Ernesto Sábato
Los pintores hacen su autorretrato de dos maneras: una, la menos representativa, tratando de representar su cara; otra, la más valiosa, pintando un árbol, o unos caballos, o la destrucción de Sodoma y Gomorra. Un árbol de Van Gogh no es un árbol de Millet, aunque los dos tengan el mismo modelo. Pintar o relatar algo “tal como es” es el propósito de lo que suele llamarse realismo, pero en la práctica es la forma más eficiente de incurrir en las candideces del realismo ingenuo.
La causa de tantas interminables discusiones sobre el realismo en el arte hay que buscarla en la tendencia de la mente a dividir y cristalizar lo que está unido y en movimiento. Los realistas ingenuos parten de la base de que fuera del hombre hay un mundo que puede ser conocido o descrito o pintado independientemente de nuestras características sensoriales e intelectuales.
Pero la realidad no está solamente fuera sino también dentro del hombre, constituida por una unidad sujeto-objeto que no puede ser escindida. El conocimiento es la manifestación de esta interacción entre el mundo exterior y el hombre. Y en cuanto al arte, la ingenuidad de dar cuenta de la realidad externa sin contaminación humana es todavía más evidente; el mundo de la pintura es el mundo de los colores, y los colores no existen en la naturaleza; fuera de nosotros hay quizás ciertos corpúsculos que viajan a una velocidad fantástica, acompañados por “ondas pilotos” de naturaleza matemática.
Como dice Whitehead, la naturaleza es una triste cosa, sin colores, ni sonidos ni fragancias; todos estos atributos son puramente humanos, forman parte de nuestra manera de sentir el mundo exterior. Radical e inexpugnablemente, nuestra visión de ese mundo exterior es subjetiva; cada uno de nosotros, en un continuo acto de creación está llenando el ámbito de colores y música, groseros o delicados, complejos o simples, según nuestra propia sensibilidad.
El ensayo “Realismo” se encuentra en el libro UNO Y EL UNIVERSO, de Ernesto Sábato.