21 de junio de 1856
Mi amado corazón:
Te escribo de nuevo porque estoy solo, y me molesta tener que conversar siempre contigo en mis pensamientos sin que sepas nada de ellos, me escuches o puedas siquiera responderme. Tu retrato, por malo que sea, me es de gran consuelo, y ahora entiendo por qué incluso «las vírgenes negras», los retratos más reprobables que cabe imaginar de la Madre de Dios, han podido encontrar tan fogosos adoradores, y casi más admiradores que los buenos retratos. De cualquier forma, ninguna de esas imágenes negras de la virgen ha sido nunca más besada, contemplada y adorada que tu fotografía, que si bien no es negra, no deja de ser sombría y no refleja en absoluto tu encantador rostro, tan atractivo, tan tierno, tan dolce. Sin embargo, yo corrijo los rayos de sol que han sido tan malos pintores, y descubro que mis ojos, dañados por la luz de las lámparas y el tabaco, pueden a pesar de todo pintarte mejor, no solamente en sueños sino también cuando estoy despierto. Y ahí estás, delante de mí, en carne y hueso, te tomo en mis brazos, te cubro de besos de la cabeza a los pies, me arrodillo ante ti y suspiro: «Señora, os amo». Y os amo de verdad, más de lo que el Moro de Venecia haya amado jamás.
El mundo, pérfido y perezoso, representa todos los caracteres humanos a la medida de su perfidia y su pereza. ¿Quién de mis numerosos detractores y venenosos adversarios me ha reprochado una sola vez mi vocación por interpretar el papel de los galanes en teatros de segunda categoría? Y sin embargo, es la verdad. Si esos canallas hubieran tenido valor, habrían representado de un lado «las relaciones de producción y de intercambio» y del otro a mí, postrándome a tus pies. Look to this picture and to that —habrían escrito al pie del lienzo—. Pero esos cretinos son idiotas y seguirán siéndolo, per secula seculorum.
Una ausencia temporal es siempre beneficiosa, pues, en una proximidad recíproca, las cosas no se diferencian sino que más bien tienden a parecerse. Incluso torres próximas una a la otra parecen enanas, mientras que lo pequeño y familiar, contemplado de cerca, cobra cada vez más volumen. Así son las pasiones. Los pequeños hábitos que, por el hecho de su cercanía, se apoderan de uno y adquieren un cariz pasional, desaparecen en cuanto el objeto inmediato se aparta de la vista. Las grandes pasiones que, debido a la proximidad del objeto, adoptan la forma de pequeños hábitos aumentan y retoman su dimensión natural bajo el mágico efecto de su alejamiento. Así sucede con mi amor. Basta con que tu imagen se desvanezca en un simple sueño para que sepa inmediatamente que el tiempo no ha servido a mi amor sino para aquello para lo que sirven el sol y la lluvia a las plantas: para agrandarlas y hacerlas crecer. En cuanto te alejas, mi amor por ti se revela tal cual es: un gigante que concentra en sí mismo toda la energía de mi espíritu y todo el ardor de mi corazón. Vuelvo a ser hombre porque vivo una gran pasión, y esa dispersión a la que nos arrastra el estudio y la cultura moderna, así como el escepticismo que fatalmente nos lleva a denigrar todas nuestras impresiones subjetivas y objetivas, no sirve más que para hacer de todos nosotros criaturas insignificantes y enclenques, quejosas y timoratas. Por el contrario, el amor, pero no por el hombre de Feuerbach, ni por el metabolismo de Moleschott, ni tampoco por el proletariado, sino el amor hacia la amada y especialmente hacia ti, permite al hombre volver a ser hombre.
Vas a sonreír, querida mía, y te preguntarás cómo he podido desarrollar de golpe toda esta bella retórica. Pero si pudiera estrechar contra mi pecho tu tierno corazón puro, me callaría y no diría una palabra más. No pudiendo utilizar mis labios para besarte, lo hago con mi lengua y mis palabras.
TUYO, KARL