El sobrino de Wittgenstein, Thomas Bernhard




Apareciera lo que apareciera ante nosotros, era acusado. Durante horas nos sentábamos en la terraza del Sacher y acusábamos. Nos sentábamos ante una taza de café y acusábamos al mundo entero y lo acusábamos a fondo. Nos sentábamos en la terraza del Sacher y poníamos en marcha nuestro mecanismo de acusación bien rodado detrás del culo de la Ópera, como lo expresaba Paul, porque si se sienta uno ante el Sacher en la terraza y mira hacia adelante, ve exactamente la parte posterior de la Ópera. Se complacía en definiciones como el culo de la Ópera, aun sabiendo que, con ello, no calificaba otra cosa que la parte posterior de aquella casa suya del Ring que amaba más que a cualquier otra, y de la que, durante tantos decenios, había extraído más o menos todo lo que necesitaba para existir. Durante horas nos sentábamos en la terraza del Sacher observando a la gente que iba y venía por allí. Realmente, aún hoy apenas hay para mí un placer (vienes) mayor que sentarme en la terraza de verano del Sacher y observar a la gente que pasa. Lo mismo que, al fin y al cabo, no conozco mayor placer que observar a la gente, y observarla sentado ante el Sacher es un manjar especialmente exquisito, que Paul compartió conmigo a menudo. El señor Barón y yo nos habíamos buscado un rincón en la terraza del Sacher especialmente adecuado para nuestros fines de observación, veíamos todo lo que queríamos ver y, a la inversa, a nosotros no nos veía nadie. Me asombraba, cuando iba con él por el llamado centro de la ciudad, a cuánta gente conocía y con cuántos de aquellos conocidos estaba realmente emparentado. Sobre su familia hablaba raras veces y, cuando lo hacía, sólo decía que, en el fondo, no quería tener nada que ver con ella, lo mismo que, a la inversa, su familia no quería tener nada que ver con él.


De vez en cuando mencionaba a su abuela judía, que con intención de suicidarse se tiró por la ventana de su casa que daba al Neuer Markt, y a su tía Irmina, que en la época nazi había sido lo que se llamaba responsable de campesinas del Reich y a la que yo conocía también de varias visitas a su alquería de la colina sobre el Traunsee. Cuando decía mis hermanos, sólo decía siempre con ello mis atormentadores, y sólo de una hermana que vivía en Salzburgo hablaba con cariño. Siempre se había sentido amenazado y abandonado por su familia, los había calificado siempre sólo de enemigos del arte y del espíritu, y de ahogados por sus millones. Pero en definitiva fue esa familia la que engrendró a Ludwig y a Paul. Y la que rechazó también a Ludwig y a Paul en el momento que mejor le convino. Sentado junto al muro del patio en Nathal con mi amigo, pensaba en el camino que había recorrido Paul durante setenta años. Que había sido tan acaudalado y mimado como puede serlo nadie, se había criado en sus primeros años en una Austria por decirlo así inagotable, había ido naturalmente al famoso Theresianum pero luego, sabiendo lo que se hacía, se había abierto su propio camino, opuesto al de su familia, y había dejado atrás precisamente lo que, considerado en forma superficial, eran los valores de los Wittgenstein, es decir, ser rico y acaudalado y mimado, para llevar en fin de cuentas lo que se llama una existencia intelectual, a fin de salvarse a sí mismo. Como puede decirse, había puesto ya pronto pies en polvorosa, lo mismo que su tío Ludwig decenios antes, y había dejado atrás todo lo que, como a aquél, lo había hecho posible en definitiva, y lo mismo que antes ya su tío Ludwig, se había convertido para su familia en un desvergonzado. Mientras que Ludwig se convirtió en filósofo desvergonzado, Paul se convirtió en loco desvergonzado y al fin y al cabo en ninguna parte está dicho que un filósofo sólo puede calificarse como tal cuando, como Ludwig, escribe y publica su filosofía, también es filósofo cuando no publica nada de lo que ha filosofado, y por consiguiente también cuando no escribe nada ni publica nada. Al fin y al cabo, la publicación sólo hace comprensible y causa sensación por lo que se ha hecho comprensible, que sin publicación no puede hacerse comprensible ni causar sensación. Ludwig era el publicador (de su filosofía), Paul el no publicador (de su filosofía), y lo mismo que Ludwig en fin de cuentas era el publicador nato (de su filosofía). Paul era el no publicador nato (de su filosofía). Pero los dos, cada uno a su manera, fueron los grandes pensadores, siempre estimulantes y obstinados y subversivos, de los que su época, y no sólo su época, puede estar orgullosa. Naturalmente es una lástima que Paul no nos haya dejado como Ludwig pruebas realmente escritas e impresas y por consiguiente publicadas de su filosofía, mientras que tenemos en nuestras manos y nuestra cabeza esas pruebas de su tío Ludwig. Pero es absurdo hacer una comparación entre Ludwig y Paul. Con Paul nunca hablé de Ludwig, ni mucho menos de la filosofía de éste. Sólo a veces y de forma para mí bastante inesperada, decía Paul: ya conoces a mi tío Ludwig. Nada más. Ni una sola vez hablamos del Tractatus. Pero una sola vez Paul dijo que su tío Ludwig era el más loco de la familia. Un multimillonario como maestro de aldea es sin duda una perversión, ¿no crees?, dijo Paul. Hasta hoy no sé nada de la verdadera relación entre Paul y su tío Ludwig. Tampoco le pregunté nunca nada al respecto. Ni siquiera sé si los dos se encontraron nunca. Sólo sé que Paul defendía siempre a su tío Ludwig cuando la familia Wittgenstein caía sobre él, cuando se burlaba del filósofo Ludwig Wittgenstein, que, por lo que yo sé, les resultó penoso durante toda la vida. Ludwig Wittgenstein fue siempre para ella, lo mismo que Paul Wittgenstein, un bufón, al que el extranjero, que siempre ha prestado oídos a lo excéntrico, engrandeció. Sacudiendo la cabeza se divertían por el hecho de que el mundo se dejase engañar por los bufones de su familia de que aquel inútil se hiciera de pronto célebre en Inglaterra y se convirtiera en una eminencia intelectual. En su arrogancia, los Wittgenstein rechazaron sencillamente a sus filósofos y no les tuvieron el menor respeto, sino que los castigaron, hasta hoy, con su desprecio. Lo mismo que en Paul, hasta hoy no ven en Ludwig más que un traidor. Lo mismo que a Paul, eliminaron también a Ludwig. Lo mismo que, mientras existió, se avergonzaron de su Paul, se han avergonzado hasta hoy de su Ludwig, ésa es la verdad, y ni siquiera la celebridad, entretanto considerable, de Ludwig ha podido conmover su desprecio habitual hacia el filósofo, en un país en el que, al fin y al cabo, Ludwig Wittgenstein no cuenta hasta hoy casi para nada y en el que, hasta hoy, casi nadie lo conoce. Los vieneses, ésa es la verdad, ni siquiera han reconocido hoy a Sigmund Freud, en efecto, ni siquiera han tomado nota de él, ésa es la realidad, porque para eso son demasiado pérfidos. No ocurre otra cosa con Wittgenstein. Mi tío Ludwig, ésa era siempre para Paul una observación de lo más respetuosa, que sin embargo nunca se atrevió a desarrollar y que él, igualmente marcado, prefería dejar así. Su relación con su tío, convertido en gran hombre en Inglaterra, no me resultó en verdad nunca clara. Y mis contactos con Paul, que tuvieron su comienzo en la habitación de la Blumenstockgasse de nuestra amiga Irina, eran como es natural difíciles, no una amistad sin reconquista y renovación diarias, y con el paso del tiempo se revelaron de lo más fatigoso; estaban aferrados a sus momentos altos y bajos y a las pruebas de amistad. Se me ocurre, por ejemplo, el papel que desempeñó Paul en la llamada concesión del premio Grillparzer. Cómo fue el único, junto al ser de mi vida, que percibió todo el penetrante absurdo de esa concesión del premio y calificó aquella cosa grotesca de lo que era: una auténtica perfidia austríaca. Recuerdo que para esa concesión del premio en la Academia de Ciencias me compré un traje nuevo, porque creía que sólo podía presentarme en la Academia de Ciencias con un traje nuevo, y fui con el ser de mi vida a un almacén de confección del Kohlmarkt y busqué, me probé y me quedé con un traje apropiado. El nuevo traje era gris marengo, y pensé: con este traje nuevo gris marengo podré desempeñar mi papel en la Academia de Ciencias mejor que con el viejo. Todavía en la mañana de la concesión del premio consideraba esa concesión del premio como un acontecimiento. Había sido el centenario de la muerte de Grillparzer, y ser galardonado con el premio Grillparzer precisamente en ese centenario de su muerte lo consideraba algo extraordinario. Ahora los austríacos, mis compatriotas, que hasta este momento sólo me han pisoteado, me distinguen incluso con el premio Grillparzer, pensaba, y creía realmente haber alcanzado un punto culminante. Posiblemente me temblaban incluso las manos por la mañana, y puede ser también que tuviese la frente caliente. Que los austríacos, que hasta entonces sólo habían hecho caso omiso o burla de mí, me dieran de repente su más alto premio lo consideraba como una reparación definitiva. No sin orgullo salí del almacén de confección con mi traje nuevo y entré en el Kohlmarkt, para ir a la Academia de Ciencias, jamás en mi vida he recorrido el Kohlmarkt y el Graben y he pasado junto al monumento de Gutenberg con tal exaltación. Sentía exaltación, pero no puedo decir que me sintiera bien con mi traje nuevo. Siempre es un error comprar una prenda de vestir por decirlo así bajo vigilancia y acompañado, y yo había vuelto a cometer ese error, el traje nuevo me estaba demasiado estrecho. Sin embargo, probablemente tengo muy buen aspecto con este traje nuevo, pensé, al llegar con el ser de mi vida y con Paul ante la Academia de Ciencias. Las concesiones de premios, si prescindo del dinero que reportan, son lo más insoportable del mundo, había tenido ya esa experiencia en Alemania, no ensalzan, como creí antes de recibir mi primer premio, sino que rebajan, y por cierto de la forma más humillante. Sólo porque pensaba siempre en el dinero que traen las soportaba, sólo por esa razón fui a los más diversos ayuntamientos viejos y a todos esos salones de actos de mal gusto. Hasta los cuarenta años. Me sometí a la humillación de esas concesiones de premios. Hasta los cuarenta años. Dejé que me defecaran en la cabeza en esos ayuntamientos y salones de actos, porque una entrega de premios no es otra cosa que una defecación en la cabeza de uno. Aceptar un premio no quiere decir otra cosa que dejarse defecar en la cabeza, porque le pagan a uno por ello. He sentido siempre las concesiones de premios como la mayor humillación que cabe imaginar, no como una exaltación. Porque un premio se lo entregan a uno siempre sólo personas incompetentes, que quieren defecar en la cabeza de uno y que defecan abundantemente en la cabeza de uno si se acepta su premio. Y están en su perfecto derecho de defecar en la cabeza de uno, que es tan abyecto y tan bajo como para aceptar su premio. Sólo en la mayor necesidad y cuando están amenazadas la vida y la existencia, y sólo hasta los cuarenta años, se tiene derecho a aceptar un premio que lleva consigo una suma de dinero o, en general, un premio o una distinción. Yo acepté mis premios sin estar en la mayor necesidad ni tener la vida y la existencia amenazadas, y con ello me hice abyecto y despreciable y, en el sentido más exacto de la palabra, repulsivo. Sin embargo, cuando me dirigía a recoger el premio Grillparzer, pensaba que aquello era distinto. La Academia de Ciencias era algo, y su premio era algo, pensaba cuando me dirigía a la Academia de Ciencias. Y pensaba, cuando los tres, el ser de mi vida, Paul y yo, llegamos a la Academia de Ciencias, que aquel premio, porque se llamaba Grillparzer y era concedido por la Academia de Ciencias, era una excepción. Y realmente pensaba, cuando me dirigía a la Academia de Ciencias, que probablemente me recibirían ya delante de la Academia de Ciencias, como es debido, según pensaba, con el necesario respeto. Pero nadie me recibió en absoluto. Después de haber esperado con los míos su buen cuarto de hora en la sala de entrada de la Academia de Ciencias, sin ser reconocido por nadie, ni mucho menos recibido; aunque, con los míos, miraba continuamente a mi alrededor, nadie me había hecho caso, mientras las personas que afluían y venían para aquella ceremonia habían tomado ya asiento en el abarrotado salón de actos, y pensé, entraré sencillamente con los míos en el salón de actos, lo mismo que los otros que han entrado ya. Y tuve la idea de sentarme exactamente en el centro del salón de actos, donde todavía quedaban algunos asientos libres, y entré con los míos y nos sentamos. Cuando nos sentamos, el salón de actos estaba ya lleno, y hasta la Ministra había ocupado ya su asiento en primera fila, bajo el estrado. La orquesta filarmónica pulsaba ya nerviosa sus instrumentos y el Presidente de la Academia de Ciencias, que se llamaba Hunger iba excitado de un lado a otro por el estrado, y nadie, salvo yo y los míos, sabía por qué no comenzaba la ceremonia. Varios miembros de la Academia corrían de un lado a otro por el estrado, mirando al centro de la sala. También la Ministra volvía la cabeza hacia todos los lados de la sala.

Autor: Thomas Bernhard.
Traducción: Miguel Sáenz.
Editorial: UNAM.

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