Todavía es un problema si la confesión, aun considerándola sólo desde el punto de vista político, ha hecho más bien que mal.
Existía la confesión en los misterios de Isis, de Orfeo y de Ceres, delante del hierofonte y de los iniciados; pues ya que los misterios eran expiaciones, era muy necesario confesar que se habían cometido crímenes dignos de expiación.
Los cristianos adoptaron la confesión desde los primeros siglos de la Iglesia, igual que tomaron poco a poco los ritos de la Antigüedad, como los templos, los altares, el incienso, los cirios, las procesiones, el agua lustral, los hábitos sacerdotales y varias fórmulas de los misterios: el Sursum corda, el Ite missa est y tantos otros. El escándalo de la confesión pública de una mujer llegada a Constantinopla en el siglo IV hizo abolir la confesión.
La confesión secreta que un hombre hace a otro no fue admitida en Occidente antes del siglo VIII. Los abades comenzaron por exigir a sus monjes que vinieran dos veces por año para confesarles sus faltas. Estos abades fueron quienes inventaron la fórmula: «yo te absuelvo en la medida en que puedo y tú me necesitas». Parece que esto era más respetuoso para el Ser Supremo y más justo que decir: «que él pueda perdonar tus faltas y las mías».
El bien que ha hecho la confesión es haber obtenido, algunas veces, restituciones de pequeños robos. El mal consiste, a veces, en los disturbios de Estado, en haber forzado a los penitentes a ser la absolución a los gibelinos, y los sacerdotes gibelinos tenían gran cuidado de absolver a los güelfos. Los asesinos de los Sforzas, de los Médici, de los príncipes de Orange, de los reyes de Francia se preparaban al parricidio mediante el sacramento de la confesión.
Luis XI y la Brinvilliens se confesaban nada más al cometer un gran crimen, y se confesaban a menudo; como los comilones toman medicinas para tener más apetito.
Si uno pudiera asombrarse de algo, uno se asombraría de una bula del Papa Gregorio XV, escrita por Su Santidad el treinta de agosto de mil seiscientos veintidós, en la que ordenaba revelar las confesiones en algunos casos.
La respuesta del jesuita Cotón a Enrique IV será más duradera que la orden de los jesuitas: «¿Vos revelaríais la confesión de un hombre dispuesta a asesinarme?». «No, pero me pondría entre él y vos».
“Confesión” se encuentra en el Diccionario filosófico, de Voltaire.